Manuel Fernández
Espinosa
¿QUÉ ES LA
REGENERACIÓN?
El vocablo “regeneración” aparece en el vocabulario político
español en el siglo XIX, pero no es un término propio del ámbito político, sino
que éste lo incorpora a su léxico extrayéndolo del ámbito de las ciencias naturales, tan en boga en aquellas calendas; en
concreto de la medicina. “Regeneración” es, sensu stricto: la capacidad
biológica de un organismo vivo para reconstruir por sí mismo sus partes dañadas
o perdidas. Para entender la adopción del término médico al campo politológico
huelga decir que detrás se halla una imagen anatómica de la nación (en este
caso, la española) que a manera de cuerpo social es considerada como un
organismo que, debido a unas razones (que hay que descubrir) presenta daños de
mayor o menor severidad. El regeneracionismo se propuso estudiar auxiliado con
varios métodos tanto de disciplinas tradicionales como de ciencias de nuevo
cuño las razones de la decadencia de España, para aplicarle a ésta las
soluciones que cada cual consideraba más efectivas. En ese sentido existe una variedad de conclusiones, cada "regeneracionista" tenía las suyas.
La “regeneración” (sería mejor decir el “regeneracionismo”)
tiene a sus espaldas en España una dilatada tradición que podríamos incluso
retrotraer a la generación de aquellos que propiamente se hicieron denominar
“regeneracionistas” o merecieron tal apelativo. Por ejemplo, el proyecto
federalista de Francisco Pi y Margall no dejaba de ser un intento de
“reconstituir” España[1]
y aunque no es “regeneracionismo” en su sentido lato, la doctrina política
pimargalliana dejó su impronta en algunos regeneracionistas.
Este federalismo pimargalliano es importación de esquemas
racionalistas que, ante la magnitud de los problemas generados por la
implantación en España del liberalismo a lo largo del siglo XIX, trataba de
“reconstituir” la nación entendiendo que ésta había sido artificialmente
unificada desde el centralismo, según abstracciones de todo punto
inconvenientes a la pluralidad regional y ajenas a la tradición administrativa
y territorial de España. A la luz de la forma que España había adoptado al ser
configurada según el sistema centralista liberal, los federalistas sintieron que España
había degenerado y propusieron que para su “reconstitución” o “regeneración”
era menester descomponerla, para en un posterior momento recomponerla[2].
El problema de nuestros federalistas (de los de antaño y hogaño) es que pretendieron,
en el mejor de los casos, curar un cáncer extraño (el centralismo) con otro cáncer
no menos extraño (un federalismo abstracto de importación). Pero válganos aquí
establecer una equivalencia entre “regeneración” y “reconstitución”, pues
“regeneración”, en la primera acepción que trae el diccionario de la RAE, vale
por “dar nuevo ser a algo que degeneró, restablecerlo o mejorarlo”. Pi y
Margall no habla que recordemos de “regeneración”, pero sí que insiste en la
“reconstitución”, por más que lo haga desde parámetros de carácter
anarco-individualista. De alguna u otra forma, “reconstituir” un organismo es
“volver a constituirlo, rehacerlo”.
Sin embargo, dejando a un lado a
Pi y Margall y su proyecto de reconstitución de España, la línea clásica del
regeneracionismo español decimonónico apostaba por la europeización de España. Es
así como Ortega y Gasset pudo decir: “Regeneración
es inseparable de europeización […] Regeneración
es el deseo; europeización es el medio de satisfacerlo”[3].
Eso pudo ser en tiempos de Ortega y Gasset,
pero no tiene por qué serlo en nuestros tiempos. La regeneración de España, si
es que todavía es posible, no puede consistir para los tiempos en que vivimos en
más “europeización”, pues una de las causas de nuestra degeneración actual ha
sido justamente la febril e irresponsable “europeización” en todo lo peor que
pueda tener la “europeización”. No: el medio de satisfacer el deseo de una
regeneración (o “reconstitución”) para nuestros tiempos no puede consistir en
dejar de ser nosotros mismos (más todavía de lo que lo hemos hecho ya, en cuarenta años), cediendo
nuestra soberanía, hipotecándola hasta laminarla, sino que para el siglo
XXI mejor hiciéramos en postular más bien lo contrario: la única posible regeneración del siglo XXI
consistirá en reintegrar en la vida social e individual las ideas-fuerza que configuraron
a España como esa entidad “diferente” que contrasta con el resto de Europa y
que establece una distancia entre lo comúnmente “europeo” y lo genuinamente
“español”.
Esas ideas-fuerza y esas
realidades que hicieron de España lo que es (sin confundirse con otra nación
europea) son la verdadera constitución interna del país. Desde el pasado más
remoto esa “constitución interna” (ágrafa y antiquísima, anterior a la
impostura constitucionalista de 1812) es la Tradición Hispánica que, cifrada en
sus ideas-fuerza, viene a tener por ingredientes: el Catolicismo; la Monarquía
tradicional; la democracia municipal (lo contrario de la democracia partitocrática); el patriotismo (sin confundir con nacionalismos
románticos, ni siquiera españolistas). Si esas ideas-fuerza nos preservaron de
todas las invasiones que amenazaron con destruirnos, que pugnaban por hacernos desaparecer
de la faz de la tierra, no vemos la razón (a menos que se apueste por el
suicidio nacional) de no reivindicar nuevamente y siempre las mismas
ideas-fuerza.
La defensa de la monarquía
tradicional (que, todo sea dicho, muy poco tiene que ver con la monarquía
constitucional vigente hoy en día y tampoco con la monarquía absolutista) podría exigir muchas aclaraciones y
puntualizaciones que no creemos que sean de especial relieve para lo que aquí
nos proponemos; no queremos extraviarnos por los sinuosos caminos de una
restauración monárquica en la persona de éste o el otro pretendiente, tampoco
discutir ni sobre la legitimidad de origen ni la de ejercicio: son temas sin
duda interesantes, pero por esta vez se los dejamos con sumo gusto a los
especialistas en árboles genealógicos. Pasa, por lo tanto, que a efectos de
nuestro discurso, a partir de este momento apenas vamos a referirnos a la
cuestión de la monarquía (evitando ese falso debate sobre monarquía-república,
así como otros no menos tediosos). No menos problemático se haría justificar el
catolicismo consustancial a España ante una sociedad secularizada, cuando hasta
la misma jerarquía eclesiástica parece rehusar sus derechos históricos. Por esa
razón, aunque podríamos abordar estas cuestiones en otro momento, nos bastará
afirmar las ideas-fuerza, sin entrar en más detalles: España es católica (lo cual no quiere decir que a todo el mundo se le imponga la religión católica, eso sería un despropósito en nuestros tiempos: pero sí remarcar que a la religión católica hay que respetarle los derechos históricos). España es monárquica. España es democrática (en un sentido sumergido que hay que reeditar, pues se
perdió hace siglos) y es patriota (el regionalismo así lo expresa; el nacionalismo centrífugo, aunque sea una desviación, así lo confirma: el español ama su tierra natal). Y solo una política que haga suyas estas líneas
directrices podrá regenerar España; la que no los asuma, podrá hacer cualquier
cosa, pero no será España.
LA POLÍTICA SIN PANFILISMOS
Nuestra tesis es muy sencilla: sostenemos
que la política está obturada para cualquier iniciativa política (grupo político
público, llámele como plazca el lector) que sostenga una propuesta o un
discurso lo más aproximado a las ideas-fuerza de nuestra constitución interna,
acorde con unos principios basados en la ley natural, defensor de lo que ha
sido hasta hace poco lo “normal” y a su vez esté movido por las intenciones más
honestas de poner en práctica una política de este tipo. Pero, ¿qué entendemos
por “política”?
Para evitar la prolijidad y
omitiendo disquisiciones que no vienen al caso, podría valernos la definición
que nos da Ortega y Gasset sobre lo que significa “política”: “La política puede significar dos cosas: arte
de gobernar o arte de conseguir el Gobierno y conservarlo”[4].
La política ha sido desde siempre un ejercicio que se desarrolla en dos
vertientes que vienen a confluir: conquistar el poder y conservarlo con el más
adecuado arte de gobernar. Es un ejercicio demagógico el de aquel que traslada a la
opinión pública que el poder lo vaya a conquistar toda la comunidad de gobernados
y es una ingenuidad irrisoria (“panfilismo” le llamamos) la de quien, como
sujeto gobernado, piense que él tiene o ejerce algún poder.
El poder lo ambiciona un grupo
(con mejores o peores propósitos; mejor o peor organizado); el poder lo
conquista un grupo (con mejor o peor estrategia; con mejor o peor suerte) y el
poder, si no quiere perderlo, tiene que conservarlo el grupo que ha obtenido
ese poder. El grupo que aspira a la conquista del poder se ha denominado a lo
largo de la historia con muchos nombres. En “democracias” como las contemporáneas
(si es que lo son; lo cual está por averiguar[5])
los grupos que “públicamente” aspiran al poder se presentan bajo el membrete de
“partido político”: estos “partidos políticos” pueden, a su vez, contener (y
ocultar) a otros grupos menos públicos que financian e impulsan, por sus
particulares intereses, al partido de marras para acaparar siquiera una porción
del poder que el partido haya conquistado. De este modo, los grupos políticos
públicos se convierten en “caballos de Troya” de camarillas que por sí solas no
podrían asaltar el poder y que, una vez ocupado el gobierno por el partido
político patrocinado por ellas, pasarán la factura a éste, reclamando del
partido gobernante el desarrollo, por ejemplo, de una actividad legislativa a
favor de los intereses particulares de esos grupos de presión (lobbys); “grupos
de presión” que muestran una naturaleza semi-pública (y “no-política” en su
acepción convencional). Hasta aquí, esto es lo que nos interesa saber en lo
concerniente al significado que para nosotros tiene el término “política”.
A pesar de las críticas que el
actual sistema político español ha recibido desde que se instauró, ningún gesto
ha hecho este sistema por cambiar. Al revés de ello, con una asombrosa impavidez
ha permanecido impermeable a cuantas críticas (incluso constructivas) y
requerimientos se le han podido hacer.
Para un republicano como Antonio
García-Trevijano: “la democracia europea
designa una corrupta forma de gobierno oligárquico, bajo la denominación de
“Estado social y democrático de Derecho”. El actual Estado de partidos”[6]:
y, lógicamente, el eminente republicano granadino incluía a la España actual en
esa categoría. En fecha tan lejana como 1997, Justino Sinova y Javier Tusell, con menos virulencia que García-Trevijano, enumeraban hasta ocho problemas que
presentaba este sistema en lo concerniente al sistema electoral vigente en
España, a saber: 1) El sistema no conecta adecuadamente a los electores con sus
elegidos. 2) Da un poder desmedido a las cúpulas dirigentes de los partidos. 3)
Facilita la aplicación de una disciplina de hierro en el partido y en el grupo
parlamentario. 4) Deja sin sentido las pretensiones constitucionales sobre el
mandato imperativo. 5) Prima excesivamente a los grandes partidos. 6) Prima
también a los partidos y coaliciones que compiten en un ámbito reducido. 7) La
división del territorio en circunscripciones electorales provinciales es
también una fuente de desigualdad. 8) El sistema hace que demasiados votos sean
inútiles[7].
Si alguien supiera que se haya
articulado y realizado, del año 1997 a esta parte, alguna reforma conducente a resolver
estos problemas enunciados, que me lo haga saber.
Teniendo en cuenta estos defectos
constitutivos del sistema (tanto a escala europea como nacional) y pudiéramos
añadir muchos más, hay que decir también que, a día de hoy, en España es
prácticamente imposible que una iniciativa política de signo patriótico y
defensora de las ideas-fuerza tradicionales (bajo la marca de grupo político
que concurre a unas elecciones) pueda aspirar a hacer política y, con ello, que
es de lo que se trata en este libro, llevar a cabo un plan político de regeneración
de España. A las pruebas nos remitimos.
Es cierto que son muchos los
factores que impiden que eso sea así, pero no es menos cierto las deplorables
explicaciones que alegan los líderes fracasados de estas iniciativas ante la
minoría de sus grupúsculos insignificantes: hemos oído achacar sus fracasos a
turbias conspiraciones secretas, sin que al parece a ninguno se le haya pasado
por la cabeza -por ejemplo- el honorable retiro de la política (si es que puede
llamarse “política” a lo que han venido haciendo): retirarse, para entregar el
relevo a generaciones jóvenes que están empujando. La serie de fracasos que las
múltiples iniciativas políticas (me refiero a las opciones políticas que más o
menos asumen las ideas-fuerza tradicionales) han cosechado tiene explicaciones
más plausibles y menos enrevesadas que la teoría conspirativa. El correlato de
esos fracasos ha sido la marginalidad con el más espantoso ridículo ante las
urnas, reeditando a porfía el fracaso durante décadas, pero no lo suficiente
como para desaparecer del mapa sociológico. Y si estas iniciativas no han
desaparecido es por ser muy útiles al mismo sistema. Al sistema le es necesario
que se mantengan en pie algunos grupúsculos (siempre minoritarios y marginales)
que puedan ser tachados de “extrema-derecha” y a los que recurrir para agitar
el fantasma del fascismo, que es uno de los mitos más socorridos de las
democracias corrompidas para despertar los terrores largamente incubados en el
subconsciente de la masa dominada[8].
Las razones por las cuales fracasa toda iniciativa que explicita algunas de nuestras
ideas-fuerza debieran ser sobradamente conocidas, pero parece que nadie las
quiere decir en voz alta. Y es hora de declararlas.
El régimen surgido tras la muerte
de Francisco Franco ha existido y existe a fuerza de negar todo aquello sobre
lo que (aunque fuese a título retórico) sostuvo y exaltó el franquismo. Patria,
España, Religión, Ejército, Municipio, Sindicato Vertical, Tradición, Familia,
etcétera fueron términos empleados pródigamente por el franquismo en su
propaganda y constantes en su entramado ideológico. El régimen que siguió al
franquismo estaba compuesto de miembros que habían formado un todo con el mismo
franquismo y (para poder sobrevivir “políticamente” a un régimen personal) no
pararon mientes en renegar de todo cuanto sonara a franquismo: era para ellos
necesario distanciarse de la terminología (incluyendo el universo de símbolos) con
la que se identificaba el anterior régimen. La estrategia de las elites
franquistas para dar el salto a la nueva situación, reciclándose y perpetuando
su presencia en los puestos dominantes, convirtiéndose en poderes aceptables y
admitidos por el antifranquismo (al que, por cierto, tanto temían) consistió en
sepultar hasta el último vestigio del franquismo por ellas mismas profesado con anterioridad y
que pudiera delatarlos; por eso mismo la derecha del sistema se distanció todo
cuanto pudo del vocabulario y la simbología franquista, amagando una
aproximación a la democracia cristiana o al liberalismo hegemónicos en la
derecha occidental (la derecha española fue sofrenando su fervor patriótico y lo fue ocultando en lo privado: recordemos que no fue ningún socialista ni comunista
el que propuso eliminar el Águila de San Juan del escudo heráldico nacional.
Esta maniobra de aggiornamento la realizó Joaquín Satrústegui, un político
entonces de UCD: ¿es que había que eliminar pruebas “incriminatorias”?). La
izquierda del sistema lo tuvo más fácil, pues en su naturaleza estaba la
hostilidad abierta a todo lo que fuesen las ideas-fuerza con las que se había
tratado de identificar la dictadura franquista.
Por lo tanto, todo el régimen
surgido de la mitificada transición democrática se ha fundado y se funda en la
satanización, la execración y la denostación (moduladas según el emisor y su
público; según la coyuntura y la etapa) de cuanto se entiende como patrimonio propio
del régimen anterior. Es, pues, lógico que desde el poder se haya marginado
cualquier iniciativa que durante décadas haya podido reivindicar o simpatizar
siquiera con el “ideario fuerte”, no pudiendo cosechar este tipo de iniciativas
políticas otra cosa que fracaso tras fracaso, hasta su extenuación y neutralización
controlada.
La política ha estado y sigue
estando obturada para cualquier iniciativa política de sello “patriótico” que
sería la única posibilidad de una auténtica regeneración española. El camino
está bloqueado debido al indiscutible consenso político y social al que han llegado
todos los beneficiarios de esta “democracia” actual, la que siguió a la muerte de Franco. En
una cosa todos están de acuerdo: en marginar y no dejar pasar a nadie que, por la
razón que fuere, pudiera evocar ni lo más mínimo ninguna de las ideas-fuerza
invocadas retóricamente durante el franquismo. Para ello cuentan con todos los medios a su
alcance; estos se aplican a confundir y adoctrinar a una ciudadanía que se
conforma con la versión oficial de los hechos pasados y actuales como si fuese verdad
incontrovertible. Tampoco olvidemos que las mismas instituciones que otrora fueron
sostenes del franquismo (y que gozaron del máximo prestigio social -la Iglesia
y el Ejército- durante el régimen franquista) no quedaron indemnes en estos
decenios de profunda transformación, sino que padecieron unas mutaciones que no
por provenir a veces del exterior (el Concilio Vaticano II, p. ej.) dejaron de
estar nunca influidas por los poderes legales y fácticos, los mismos que se apresuraron a
jubilar y relevar a aquellos elementos que pudieran conservar algún vestigio de
lealtad al “ideario fuerte”: “involucionistas” fueron denominados durante algún
tiempo los que no se doblegaron, también se aludía a ese núcleo de irreductibles con el título de "búnker".
El franquismo murió con Franco,
por mucho que se empeñen los que han hecho del anti-franquismo una profesión
lucrativa. Pero, pese a todo el esfuerzo empleado por los rodillos mediáticos,
todavía quedamos españoles que nos resistimos a dar por muerta a España, que nos
negamos a que la Tradición hispánica fuese sepultada bajo la misma losa que
cubrió a Francisco Franco, pues ese “ideario fuerte” no es monopolio del
franquismo.
Y no lo hacemos por obstinación,
tampoco por franquismo residual, del que estamos exentos (cosa que no podrían decir renombrados políticos del PP y del PSOE, todavía activos): entendemos que
algunos estadistas y algunos regímenes han podido trasuntar algunas realidades
intangibles que fueron invocadas por ellos, pero esas realidades (justo por su
intangibilidad) sobrevivirán a quienes las identificaron mejor o peor consigo
mismos y con sus regímenes. Por eso, aunque reconocemos lo difícil que se hace
reclamar ese “ideario fuerte” debido a los obstáculos que impiden que sean
reintegradas al discurso político esas realidades (España, Religión, Tradición
Hispánica), las ideas directrices para una reconstitución de España no han sido
liquidadas, ni vamos a consentir que lo sean. Y si no podemos hacerlas valer,
incorporándolas a la normalidad política por tantas razones explicitadas más
arriba (amén de otras: nuestro análisis no agota la realidad, es una
aproximación), queda por averiguar de qué modo reintegrarlas a la sociedad que
tiene que ser, en suma, la principal beneficiaria de las mismas.
[2]
En última instancia, la consistencia filosófica del federalismo obedece al
racionalismo europeo (Pi y Margall era tal vez uno de los pocos españoles de su
tiempo familiarizados con la filosofía europea, francesa y alemana). El
federalismo trataba de aplicar las reglas del método cartesiano a la nación con
el propósito de descargar al individuo de toda presión estatal a la vez que
proyectaba la ilusión comunitaria de solucionar los problemas que se atribuían
a la perversión política liberal que había ejercido una férrea centralización
(destacó en esta centralización la Década Moderada, cuyo árbitro fue Narváez).
[5] Ponemos
en duda que lo convencionalmente llamado “democracia”, bajo un examen
politológico más exhaustivo, sea tal democracia. Estas contradicciones,
encubiertas por el abuso irresponsable del lenguaje, fueron puestas de
manifiesto en la vigorosa y sugestiva crítica que Carl Schmitt hiciera en su
ensayo “La situación histórico-intelectual del parlamentarismo hoy”; aunque el
texto de Schmitt es de 1923, leyéndolo puede constatarse que los argumentos de
Schmitt están hoy vigentes. El eminente politólogo germano encontraba una
contradicción entre “democracia” y “parlamentarismo”. Schmitt creía que la raíz
de esa contradicción se hallaba en “la
contradicción, insuperable en su profundidad, entre la conciencia liberal del
individuo y la homogeneidad democrática”. Véase: Schmitt, Carl, “Sobre el
parlamentarismo”, Editorial Tecnos, Madrid, 1990.
[7] Sinova,
Justino y Tusell, Javier, “La crisis de la Democracia en España. Ideas para
reinventar nuestro sistema político”, Espasa Calpe, Madrid, 1997, pp. 137-146.
[8] Sobre
este particular invitamos a leer el ensayo de José Javier Esparza, titulado
“¿Fascismo en España?”, publicado en la revista “Hespérides”, Año VIII, Volumen
IV, Número 20, del Verano del año 2000, pp. 227-255.
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