PRIMERA TENTATIVA: "EL HORLA" DE MAUPASSANT
El género literario de terror es uno de los más seguidos por el público. Con este artículo y algunos otros que iremos publicando tratamos de profundizar en las razones metafísicas, religiosas, morales y políticas relacionadas con este asunto. Esta es la primera de las tentativas.
Manuel Fernández Espinosa
Más vale solo que mal acompañado -eso extraemos de uno de los relatos más inquietantes de Guy de Maupassant (1850-1893): "El Horla". Buen nombre para un barco, pero a poco que vayamos ingresando en este relato, escrito en forma de diario, iremos sintiendo la desesperación creciente a la que se aboca el anónimo protagonista, que bien podría ser el mismo Maupassant.
Este relato constituye uno de los mejores que escribió este escritor francés. Podríamos tratar de explicar su génesis en las alucinaciones hipnagógicas que el mismo autor sufrió, posiblemente -nos dirían sus biógrafos- debido al frecuente uso que hiciera de ciertas drogas que tomaba como paliativos a una enfermedad que avanzaba irreversiblemente contra el mismo.
No obstante, mucho mejor que veamos en este relato el precursor de los "primordiales" de Lovecraft, aquel monstruoso Cthulhu, pero también tiene "El Horla" reminiscencias de "El Vril, el poder de la raza venidera", de E. Bulwer Lytton. El caso es que esta literatura de terror, como toda buena literatura de esa especie, no tiene su sentido último en el entretenimiento, tampoco en suscitar ese miedo con el que muchos gustan de sugestionarse (como "burgueses" siempre en dosis controladas).
Este relato constituye uno de los mejores que escribió este escritor francés. Podríamos tratar de explicar su génesis en las alucinaciones hipnagógicas que el mismo autor sufrió, posiblemente -nos dirían sus biógrafos- debido al frecuente uso que hiciera de ciertas drogas que tomaba como paliativos a una enfermedad que avanzaba irreversiblemente contra el mismo.
No obstante, mucho mejor que veamos en este relato el precursor de los "primordiales" de Lovecraft, aquel monstruoso Cthulhu, pero también tiene "El Horla" reminiscencias de "El Vril, el poder de la raza venidera", de E. Bulwer Lytton. El caso es que esta literatura de terror, como toda buena literatura de esa especie, no tiene su sentido último en el entretenimiento, tampoco en suscitar ese miedo con el que muchos gustan de sugestionarse (como "burgueses" siempre en dosis controladas).
La buena literatura de terror es el diagnóstico de una época. En una época como la moderna -racionalista, materialista y positivista- las almas más receptivas, a pesar de que algunas de esas almas se declararan agnósticas y ateístas, comprendieron que no todo podía explicarse desde los parámetros de la Razón Ilustrada. Por eso, primero la novela gótica, luego el romancismo y hasta nuestros días -con la ciencia ficción, incluso- se han ido trazando los mapas del género literario del terror: vastas geografías pobladas por monstruos que se erigen en ese desierto de espejismos -nuestro presente- en que el hombre malvive. Es el destino de la existencia, cuando se ha dejado de vivir en la sociedad tradicional, perdiéndose las seguridades que daban y siguen dando (a unos cuantos que por ello nos consideramos dichosos) la religión y las tradiciones venerables de nuestros mayores. Sin identidad, sin rumbo, cargado con una multitud de temores, el hombre moderno reacciona así frente al yermo: aparecen los seres fantásticos, fruto de su imaginación, excitada por la pérdida de la verdad firme, terrores evanescentes se condensan como frutos deletéreos del delirio. Desde el vampiro hasta el Horla, la nueva psico-zoología que nos presentan estos bestiarios modernos puede o no remontarse a tradiciones incluso precristianas, pero no dejan de ser eso: el diagnóstico de una edad extraviada, en la que se ha perdido la religión y el orden tradicional.
Pero volvamos a "El Horla": publicado en una recopilación que llevaba el mismo nombre, apareció en París allá por mayo de 1887.
Vemos la nostalgia del protagonista, nostalgia de un orden desaparecido: el de la sociedad tradicional. "Me gusta esta región -dice el hadario narrador que cuenta la siniestra experiencia-, y me gusta vivir en ella porque aquí tengo mis raíces, esas profundas y delicadas raíces que ligan a un hombre a la tierra donde sus abuelos han nacido y han muerto, que lo ligan a lo que allí se piensa y se come, lo mismo a las costumbres que a los alimentos, a las locuciones locales, las entonaciones de los campesinos, los olores del suelo, de los pueblos y del propio aire". Se trata, como muchos personajes de la literatura decimonónica, europea y finisecular, de un hombre que ha abandonado el trajín de la gran ciudad y que ha regresado a la aldea natal, buscando el arraigo perdido por la industrialización y su consecuente urbanización.
El inicio del relato es halagüeño. No vamos a desvelar la trama. Mejor que nuestros lectores lo hagan por sí mismos; pero sí diremos que el estado del protagonista va agravándose por momentos, tras entrar en una vorágine de presagios, estados de ánimo y una creciente sensación de estar siendo observado desde lo invisible.
La invisibilidad es el núcleo de todo este cuento terrorífico: la amenaza está agazapada en lo invisible: "¡Qué profundo es este misterio de lo Invisible! No lo podemos sondear con nuestros miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado próximo ni lo demasiado remoto, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua...". Recordemos que poco antes de 1887, el médico alemán Heinrich Hermann Robert Koch había trabajado con el ántrax, refrendando lo que Pasteur había vislumbrado sobre el origen de algunas enfermedades contagiosas: la acción fatal y letífera de gérmenes microorgánicos. Koch descubriría en Berlín el "bacilo" que lleva su nombre, origen de la tuberculosis, la enfermedad romántica por antonomasia que hiciera estragos en el siglo XIX. Más tarde, el mismo Koch descubriría en Calcuta el bacilo que originaba el cólera, enfermedad que ocasionaba tanta mortandad. Lo invisible -como nos dice Maupassant- es un misterio.
En un momento del relato, el protagonista de "El Horla" va al Monte Saint Michel, buscando consuelo al mal que lo atenaza. Se admira ante el espectáculo pétreo del gótico: "Tras subir por la calle estrecha y empinada, entré en la más admirable morada gótica construida para Dios sobre la tierra, vasta como una ciudad, llena de salas bajas aplastadas bajo bóvedas y altas galerías que sostienen frágiles columnas". Allí, en aquel Santuario mantiene una conversación con un fraile que también insiste sobre el poder incontrolable de lo invisible: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe?" -le dice el religioso a nuestro protagonista. A su regreso del Monte Saint Michel el protagonista se cree curado, recuperado de su mal.
En la visita al Monte Saint Michel hay una clave: el personaje hace un intento de volver a la religión, pero su infortunio consiste en no poder creer, para él -como para Nietzsche- "Dios ha muerto", y su lugar -imposible de ocupar por el hombre- va siendo ocupado por criaturas que sustituirán al hombre: llámense como se quiera. Maupassant habla de un ser que se perfila en el horizonte, más evolucionado que el hombre, pero terrible: su terrorífico Horla. La visita del personaje a Saint Michel no es una peregrinación, es un desplazamiento en el espacio profano, con la finalidad pragmática de escapar de su casa -donde se oculta el terror del Horla, todavía sin identificar. Al retornar a su hogar, descubre que la visita a Saint Michel no ha surtido efecto: por mucho que añore la tierra natal, las costumbres del pueblo y la paz de la aldea, nuestro protagonista es un hombre moderno. Su mal no puede ser curado, porque su mal es el daño sin paliativos que siglos de irreligión han ocasionado en las almas europeas.
En una entrada de ese enigmático diario, el personaje nos muestra su escepticismo político: "Fiesta de la República [...] es muy idiota estar contento, en fecha fija, por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño imbécil, unas veces estúpidamente paciente y otras ferozmente rebelde. Le dicen "Diviértete". Y se divierte. Le dicen: "Vete a luchar contra el vecino". Y va a luchar. Le dicen: "Vota por el Emperador". Y vota por el Emperador. Y luego le dicen: "Vota por la República". Y vota por la República."
El nihilismo del personaje no perdona ni una: tampoco se escapan de la imbecilidad los gobernantes, del Imperio o de la República. Para él, incluso son peores que el populacho, pues los dirigentes políticos "...obedecen a unos principios, los cuales no pueden ser sino necios, estériles y falsos, por el mero hecho de ser principios, es decir ideas tenidas por ciertas e inmutables, en este mundo donde nadie está seguro de nada...". He aquí la explicación de su incurabilidad. Aunque ha retornado a la aldea, por mucho que haya ido a buscar en el Monte Saint Michel el fármaco a su mal, el personaje es un moderno irrecuperable, un desahuciado, un nihilista. El desenlace de la historia no voy a servirlo aquí, léalo el interesado. Pero sí diré que Guy de Maupassant ingresó, enfermo pero lúcido, en un sanatorio mental. Y allí, sumergido en la locura, murió en 1893... Tal vez lo matara el Horla.
El género de terror es un género literario al que hay que ir con algo más que el prurito de padecer sensaciones. Sobre todo en estos tiempos que corren.
Pero volvamos a "El Horla": publicado en una recopilación que llevaba el mismo nombre, apareció en París allá por mayo de 1887.
Vemos la nostalgia del protagonista, nostalgia de un orden desaparecido: el de la sociedad tradicional. "Me gusta esta región -dice el hadario narrador que cuenta la siniestra experiencia-, y me gusta vivir en ella porque aquí tengo mis raíces, esas profundas y delicadas raíces que ligan a un hombre a la tierra donde sus abuelos han nacido y han muerto, que lo ligan a lo que allí se piensa y se come, lo mismo a las costumbres que a los alimentos, a las locuciones locales, las entonaciones de los campesinos, los olores del suelo, de los pueblos y del propio aire". Se trata, como muchos personajes de la literatura decimonónica, europea y finisecular, de un hombre que ha abandonado el trajín de la gran ciudad y que ha regresado a la aldea natal, buscando el arraigo perdido por la industrialización y su consecuente urbanización.
El inicio del relato es halagüeño. No vamos a desvelar la trama. Mejor que nuestros lectores lo hagan por sí mismos; pero sí diremos que el estado del protagonista va agravándose por momentos, tras entrar en una vorágine de presagios, estados de ánimo y una creciente sensación de estar siendo observado desde lo invisible.
La invisibilidad es el núcleo de todo este cuento terrorífico: la amenaza está agazapada en lo invisible: "¡Qué profundo es este misterio de lo Invisible! No lo podemos sondear con nuestros miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado próximo ni lo demasiado remoto, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua...". Recordemos que poco antes de 1887, el médico alemán Heinrich Hermann Robert Koch había trabajado con el ántrax, refrendando lo que Pasteur había vislumbrado sobre el origen de algunas enfermedades contagiosas: la acción fatal y letífera de gérmenes microorgánicos. Koch descubriría en Berlín el "bacilo" que lleva su nombre, origen de la tuberculosis, la enfermedad romántica por antonomasia que hiciera estragos en el siglo XIX. Más tarde, el mismo Koch descubriría en Calcuta el bacilo que originaba el cólera, enfermedad que ocasionaba tanta mortandad. Lo invisible -como nos dice Maupassant- es un misterio.
En un momento del relato, el protagonista de "El Horla" va al Monte Saint Michel, buscando consuelo al mal que lo atenaza. Se admira ante el espectáculo pétreo del gótico: "Tras subir por la calle estrecha y empinada, entré en la más admirable morada gótica construida para Dios sobre la tierra, vasta como una ciudad, llena de salas bajas aplastadas bajo bóvedas y altas galerías que sostienen frágiles columnas". Allí, en aquel Santuario mantiene una conversación con un fraile que también insiste sobre el poder incontrolable de lo invisible: "¿Acaso vemos la cienmilésima parte de lo que existe?" -le dice el religioso a nuestro protagonista. A su regreso del Monte Saint Michel el protagonista se cree curado, recuperado de su mal.
En la visita al Monte Saint Michel hay una clave: el personaje hace un intento de volver a la religión, pero su infortunio consiste en no poder creer, para él -como para Nietzsche- "Dios ha muerto", y su lugar -imposible de ocupar por el hombre- va siendo ocupado por criaturas que sustituirán al hombre: llámense como se quiera. Maupassant habla de un ser que se perfila en el horizonte, más evolucionado que el hombre, pero terrible: su terrorífico Horla. La visita del personaje a Saint Michel no es una peregrinación, es un desplazamiento en el espacio profano, con la finalidad pragmática de escapar de su casa -donde se oculta el terror del Horla, todavía sin identificar. Al retornar a su hogar, descubre que la visita a Saint Michel no ha surtido efecto: por mucho que añore la tierra natal, las costumbres del pueblo y la paz de la aldea, nuestro protagonista es un hombre moderno. Su mal no puede ser curado, porque su mal es el daño sin paliativos que siglos de irreligión han ocasionado en las almas europeas.
En una entrada de ese enigmático diario, el personaje nos muestra su escepticismo político: "Fiesta de la República [...] es muy idiota estar contento, en fecha fija, por decreto del gobierno. El pueblo es un rebaño imbécil, unas veces estúpidamente paciente y otras ferozmente rebelde. Le dicen "Diviértete". Y se divierte. Le dicen: "Vete a luchar contra el vecino". Y va a luchar. Le dicen: "Vota por el Emperador". Y vota por el Emperador. Y luego le dicen: "Vota por la República". Y vota por la República."
El nihilismo del personaje no perdona ni una: tampoco se escapan de la imbecilidad los gobernantes, del Imperio o de la República. Para él, incluso son peores que el populacho, pues los dirigentes políticos "...obedecen a unos principios, los cuales no pueden ser sino necios, estériles y falsos, por el mero hecho de ser principios, es decir ideas tenidas por ciertas e inmutables, en este mundo donde nadie está seguro de nada...". He aquí la explicación de su incurabilidad. Aunque ha retornado a la aldea, por mucho que haya ido a buscar en el Monte Saint Michel el fármaco a su mal, el personaje es un moderno irrecuperable, un desahuciado, un nihilista. El desenlace de la historia no voy a servirlo aquí, léalo el interesado. Pero sí diré que Guy de Maupassant ingresó, enfermo pero lúcido, en un sanatorio mental. Y allí, sumergido en la locura, murió en 1893... Tal vez lo matara el Horla.
El género de terror es un género literario al que hay que ir con algo más que el prurito de padecer sensaciones. Sobre todo en estos tiempos que corren.
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