viernes, 26 de diciembre de 2014

ANTE EL CARRO DE HENO DE JERÓNIMO BOSCO

ANTE "EL CARRO DE HENO" DE HIERONYMUS BOSCO

LA SABIDURÍA DE UN MAESTRO FLAMENCO

Por Manuel Fernández Espinosa


El carro de heno, de Jerónimo Bosco


Las visiones pictóricas de Jerónimo Bosco: "disparates", las denomina -nada hace pensar que con malevolencia- el P. fray José de Sigüenza. El temprano comentarista de la obra del Bosco (Hieronymus van Aeken) no parece insinuar ningún desdén con esa calificación; más bien, sería una descripción.

Veamos "El carro de heno" -a decir verdad hay que verlo con lupa. Pero, más que verlo, mirémoslo. Su descripción técnica no importa para mi consideración; no soy un especialista en arte.

"El carro de heno" puede entenderse como una variante del tema medieval "La Nave de los Locos". Pero tratado bajo la singular genialidad del maestro flamenco: el pintor que se anticipa a las incursiones románticas y, posteriormente surrealistas, en el mundo onírico. Aquí, en vez de ser una barca de orates (como era el motivo medieval), nos encontramos con un carro de heno. Hay que ser del campo para saber lo que es una alpaca de heno; por desgracia, la vida moderna y urbana nos ha enajenado la familiaridad con esas cosas. Imaginamos la fragilidad de una alpaca de heno. Si esa alpaca de heno se convierte en un promontorio que va sobre un carro, podemos hacernos cargo del profundo sentido del cuadro. El Bosco ha cogido el heno pero, como bien nos desvela fray José de Sigüenza, la elección del pintor se inspira en las Sagradas Escrituras: "Toda carne es heno y toda su gloria como flor del campo" (Isaías).

El carro de heno va tirado por lo que parecieran monstruos de cabeza bestial y cuerpo humano: también podrían ser campesinos disfrazados con máscaras de animales. El carro está colmado de heno, sobre el montón de heno reposan unos personajes que, por encima de lo que sucede en el suelo, parecen gozar de una apacible vida: uno tañe un instrumento de cuerda. Parece una escena doméstica y, si no estuviera rodeada por el marco más estrafalario, podríamos imaginarla en la casa de cualquier pacífico burgués. A un lado de la hogareña escena, un ángel impetra la misericordia de Dios, mirando a un cielo que se abre para que aparezca Jesucristo. Al otro lado, un diablo sopla un instrumento de viento mirando a los que están a ras de suelo, bajo el carro.

Y es que, alrededor del carro, una fenomenal baraúnda de personajes (entre los que no faltan frailes) se sacuden de lo lindo, uno incluso se dispone a degollar a otro que tiene de bruces en el suelo. Parece que se pelean por subir al carro. Otros clavan sus forcas en el montón de heno sobre el que reposan aquellos músicos, indiferentes a la batalla campal que se está produciendo abajo, al pie de su alto podio. Siguen al carro, como en una procesión, altos personajes a lomos de sus caballerías: el Papa, el Emperador, el Rey... Bajo las ruedas, aquellos que no pueden escalar a la cima del montón de heno son arrollados con sus escaleras. De nada les sirvieron sus afanes.

¿Qué significa este "disparate fantasmagórico"? Lo primero que se me ocurre es que la felicidad, en este mundo, está montada sobre una quebradiza y efímera estructura de heno, de la que tiran las criaturas bestiales (los vicios y las desgracias). El diablo llama la atención sobre la inconstante paz de la que puede gozarse temporalmente en la cumbre del carro, desatando la competencia, la envidia y la ambición por gozar de ese estado que, pese a lo inestable, es propuesto como meta. La competencia por encaramarse al carro enfrenta a todos los ambiciosos contra sus congéneres, que al igual que ellos ansían ese espejismo.

Arriba del carro, los pocos que pueden gozar de la felicidad ignoran la movediza plataforma sobre la que disfrutan. Van inconscientes; en cualquier momento, todo aquello sobre lo cual reposan sus posaderas puede desintegrarse.

El Bosco nos pone ante nuestras narices la inconsistencia de todas las alegrías mundanas que se reputan como felicidad. En este mundo no puede haber felicidad. Hay que mirar al cielo, como hace el ángel que suplica, a buen seguro que implora al cielo rogando que los que, en su ceguera, pueden considerarse dichosos, puedan ver a tiempo el peligro; pareciera que pide perdón por la vituperable estupidez de la humanidad, esa muchedumbre que se asesina en tropel por alcanzar lo que no vale. Es una grandiosa visión de esta vida y de este mundo. Y uno no sabría decir dónde termina la sátira del Bosco, para ofrecernos el desolador cuadro de la vida de los "locos": todos los que nos agitamos en este mundo, sin mirar, como hace el ángel, al cielo.

Felipe II era un gran admirador de los cuadros del Bosco. No en vano, Su Católica Majestad fue llamado el Rey Prudente. Qué comunicaciones no harían, con su mágico poder pictórico, esos cuadros del Bosco sobre Felipe II... En esas horas de silencio y contemplación, Felipe II desentrañaría las profundas lecciones de un filósofo que no escribía, pero que sí que pintaba.

Y no eran disparates.

domingo, 16 de noviembre de 2014

LO QUE AHORA EXISTE, UNA VEZ FUE IMAGINADO







Practicando un aborto


UNA ORGANIZACIÓN DE NACIONES UNIDAS MUY DIFERENTE
 
Manuel Fernández Espinosa
 
 
Es frecuente que el "ciudadano" sienta una profunda incredulidad en la eficacia de la acción de la Organización de Naciones Unidas. Se constata que la paz mundial, muy lejos de ser alcanzada, está puesta en riesgo continuamente por el terrorismo internacional, por el fundamentalismo religioso o por cualquier grupo humano a partir del cual se haya construido el "enemigo" en el imaginario colectivo. No sería necesario hacer una encuesta para aseverar que la mayoría de los seres humanos que componen eso que se llama "humanidad" siente que la ONU es una organización ineficaz. Los fracasos continuados en las negociaciones de paz, las diligencias que no impiden las guerras sobre el planeta... Así parece que lo verifican: la ONU no sirve para nada -dicen. Y hablar de la ineficacia de la ONU se ha convertido en un discurso banal; pero, como todo lo banal, este discurso cumple una función sociológica de dominio de masas. Y es hora de refutar esta falsedad: la ONU es más eficaz de lo que nos parece y es tanto más eficaz en lo que de negativo comporta para la humanidad.
 

El complejo organigrama de la ONU comprende una tupida red de órganos dependientes de la Asamblea General, del Consejo Económico y Social, del Consejo de Seguridad, de la Secretaría General y otros organismos conexos. El conocimiento que de esta disposición organizativa se transmite (y, en el mejor de los casos, se tiene) no pasa de ser un formulario escolar, para aprenderlo de memoria sin que nadie ponga en cuestión los contenidos, puesto que estos se revisten con todos los calificativos intocables de paz, solidaridad, tolerancia, bienestar, salud... De la ONU conocemos las siglas: FAO, UNICEF, UNESCO... Ni una sola parcela que podamos considerar importante y de interés para el ser humano deja de estar "atendida" por alguno de los tentáculos del Kraken, de ese terrible pulpo gigante.
 



Sin embargo, algo suscita las sospechas de vastos sectores de la población. Cada vez es menos fácil acallar las corrientes de opinión que de alguna u otra manera ofrecen una resistencia a ciertas y concretas planificaciones mundiales que se ven como amenazadoras: uno de los casos más palmarios es la porfiada labor que contra la natalidad ejecuta la Federación Internacional de Planificación Familiar (International Planned Parenthood Federation, IPPF), organización "no-gubernamental" de proyección planetaria; esta organización colabora asiduamente con la OMS (Organización Mundial de la Salud, con el PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo), con UNICEF, con el Fondo de Población de Naciones Unidas (FPNU) y con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). El título que ostenta de organización no-gubernamental es un eufemismo para encubrir lo que es un poderoso lobby que trata de regular la natalidad mundial recurriendo a todas las estrategias: desde la promoción del aborto, los anti-conceptivos, la eugenesia, etcétera.
 

De la ONU solo vemos la punta del iceberg y nuestros hijos tienen que aprender, de memoria, los laudables propósitos humanitarios que desarrollan sus organismos subordinados. Pero, ¿qué sabemos de sus contenidos? ¿de sus auténticos propósitos? ¿de sus directivos verdaderos, esos que manejan las cuerdas de los títeres? Seamos sinceros: apenas nada. Pero, insisto, la ineficacia de la ONU -el discurso que se ha instalado en la mentalidad de los "ciudadanos", no es tal ineficacia: que la ONU no pueda impedir una guerra en una de las "regiones" del planeta no significa que no desarrolle y realice con cierto éxito las líneas de acción que están en el origen de su constitución como entidad que se configura con voluntad de organizar la política, la economía, la salud, la seguridad a escala planetaria, con una voluntad supranacional que trata de eliminar la independencia de las naciones. Y si no sabemos esto, no tendremos un criterio ajustado para interpretar la actualidad y el mundo en que vivimos.
 
 
Entre los campos de acción en los que la ONU se muestra más eficaz, para nuestra desgracia, hay que mencionar el campo educativo y el campo de la salud. Pongámonos la escafandra y sumerjámonos para ver algo de lo que no vemos del iceberg, así podremos comprobar si la acción de la ONU es ineficaz o eficaz -y presentemos algo de la ideología que subyace a ella y se nos oculta.
 
 

LA ORGANIZACIÓN MUNDIAL DE LA SALUD Y CHISHOLM, SU INSPIRADOR
 
 
La OMS se fundó el 7 de abril de 1948 y su sede está en Ginebra. Es un organismo especializado y dependiente del Consejo Económico y Social de la ONU. En 66 años ha tenido ocho directores generales: George Brock Chisholm fue el primero de ellos (desde 1948 a 1953), le siguieron por orden cronológico: M. G. Candau, H. Mahler, H. Nakajima, G. H. Brundtland, Lee Jong-wook, Andres Nordström y, actualmente, su directora general es Margaret Chan. Todos ellos, no podía ser menos, con título de doctores.
 
 
Muy poco se sabe de ellos; todo lo más, sus nombres y apellidos. Pero, ¿quiénes son? ¿cuál es su trayectoria profesional? ¿cuáles sus creencias? ¿su ideología? Podemos leer una biografía de Mahatma Gandhi, de John Lennon (es obvio que serán biografías en las que se exaltarán sus presuntas virtudes y se silenciarán sus miserias humanas), pero difícilmente encontrará usted una biografía del primer director general de la OMS: George Brock Chisholm, por ejemplo.
 
 
Sabemos que nació el 18 de mayo de 1896 en Oakville (Ontario, Canadá). Sirvió a los 18 años en la Fuerza Expedicionaria Canadiense que participó en la Primera Guerra Mundial. Al concluir la guerra, Chisholm emprende sus estudios de medicina en la Universidad de Toronto, interesándose por la psiquiatría y especializándose, en la Universidad de Yale, en psiquiatría infantil. Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial el veterano G. B. Chisholm, como autoridad reconocida en psiquiatría, es puesto al frente de los servicios psiquiátricos del ejército de Canadá. Al concluir la conflagración, Chisholm será reclamado para que organice la OMS (Organización Mundial de la Salud), diseñando las líneas de acción en lo porvenir. Pero, ¿qué principios animaban la acción de Chisholm? ¿Cuál era la ideología que subyacía a la labor de Chisholm al frente de la OMS?

 
En 1946, en el marco de las Conferencias de la William Alanson White Psychoanalytic Society (la Sociedad Psicoanalítica William Alanson White), Chisholm revelará algunos planteamientos que serán los supuestos teóricos que inspirarían y dirigirían poco después la intervención de la OMS, bajo su dirección, en asuntos de salud mundial.



 
Para Chisholm la salud mundial ha de enfocarse como una tarea preventiva que impida el brote de la enfermedad: se trata de prevenir la enfermedad. Hasta aquí nada que objetar, pero la enfermedad -para Chisholm- era por encima de todo "enfermedad mental" (no en vano era un psiquiatra) y la raíz de toda "enfermedad mental", según el psiquiatra canadiense, hay que buscarla en la educación de la infancia: "La educación de los niños hace mil neuróticos por cada uno que los psiquiatras pueden esperar ayudar con psicoterapia" -afirma Chisholm.
 
 
La conclusión es lógica: para evitar males mayores, en un sentido estratégico (además de psiquiatra, no olvidemos que era militar) hay que esforzarse en acometer un vasto programa de reforma, para suprimir las lacras sociales. Entre esas lacras sociales no sólo están las escuelas que hay que reformar, haciendo desaparecer el autoritarismo, también las familias son lacras puesto que son, después de todo, vistas como ámbitos en los que los niños comienzan a sufrir, supuestamente, los primeros traumas que marcarán un futuro psicopatológico.






G. B. Chisholm



El reduccionismo psiquiátrico de Chisholm lo explicaba todo. La guerra también podía explicarse por enfermedad mental: producida por el autoritarismo transmitido en los hogares patriarcales que había que superar, producida por la lealtad ciega que se inculca a la patria, por la "culpa y el temor" que hay que eliminar de nuestras vidas.
 
 
Chisholm es uno de los relativistas más peligrosos que hayan actuado en el siglo XX. Su relativismo apenas lo explicitó sobre el papel; hizo algo peor, lo implantó en la realidad sobre una decidida acción que ha ido calando la mentalidad de millones de personas en 66 años de intervención silenciosa y discreta a través de los canales de la OMS.

 


Es Chisholm uno de los primeros en asentar los supuestos de lo que hoy conocemos como "pensamiento políticamente correcto", cuando afirmó tempranamente que había que llevar a cabo una profunda reinterpreación "del concepto de correcto e incorrecto, que ha sido la base de la educación del niño, la sustitución de la fe en las certezas de los mayores". Para -una vez eliminado ese concepto que se entiende como prejuicio tradicional y perjuicio mental- sustituirlo por un presunto "pensamiento inteligente y racional".



"¿No sería más sensato dejar de imponer a los niños nuestros prejuicios y creencias locales y darles todos los puntos de vista de cada asunto para que en el debido momento tengan la capacidad de enfocar las cosas y tomar sus propias decisiones?".


Dice Chisholm.




Lo que había que destruir, al entender de Chisholm, era "la incapacitante carga del bien y del mal". No puede imaginarse un relativismo moral de mayor profundidad y alcance. El mal y el bien, la culpa y el castigo... Son, para Chisholm, pesadas "cargas" que hay que suprimir.



Es así como para el inspirador de la OMS, la moral deviene en higiene mental. Es así como las religiones tradicionales -que transmiten preceptos, reglas morales y conceptos como "bien y mal" o "culpa y expiación"- han de ser abolidas, para ser sustituidas por una religión mundial de la salud mental, donde el psiquiatra ocupe el lugar del sacerdote. Es así como también las lealtades "locales" (nacionales, patrióticas) han de ser superadas por un Gobierno Mundial, por un Nuevo Orden Mundial. Este es el mundo en el que estamos, donde todo el mal, en definitiva, se atribuye a un "desorden psiquiátrico": pederastia, violación, criminalidad... No hay culpables, hay "enfermos mentales".


 


El tonto pensará que Chisholm fue un visionario que se anticipó a su tiempo, pues lo que podemos leerle parece tan actual... Sin embargo, el prudente considerará que, como hemos tratado de probar, G. B. Chisholm fue uno de los que diseñó el presente y, si no lo remediamos, el futuro. William Blake nos dejó un proverbio que viene muy a propósito:

"What is now proved was once, only imagin'd"
 

("Lo que ahora se comprueba, una vez no fue sino imaginado").

miércoles, 8 de octubre de 2014

LOS MITOS LATENTES DE LA ACTUALIDAD: EL "HOMBRE NUEVO"

Salvador Dalí,
Pintura: "Niño geopolitico mirando el nacimiento del nuevo hombre" (1943)
  
 
Por Manuel Fernández Espinosa

El ejercicio de la filosofía, a día de hoy, debiera atender a cumplir una tarea intelectual que considero urgente, que denomino “patentizar” y que califico “purificadora”. Urgente: pues cuanto antes la realicemos, antes serán mostrados en su inconsistencia (e incluso su malicia) los “mitos” que han ido configurando el imaginario de nuestra cultura actual: una cultura que algunos –ufanos o derrotistas- llaman “post-cristiana”. “Patentizar” (esto es, manifestar lo que permanece escondido, latente) y “purificar”. Pero, ¿qué es lo que hay que purificar aquí? El imaginario cultural erigido confusamente, tras la crítica moderna al cristianismo y al orden tradicional y propuesto (o impuesto) como sustitutivo del imaginario cristiano (que se hace cada vez más extraño incluso para el cristiano). Esa crítica moderna todavía se jacta de haber superado los siglos (según ellos oscuros) de la edad de la fe y la teología pero, a despecho de haberse proclamado “razón ilustrada”, capaz de emancipar a la humanidad, la “razón crítica” nos ha dejado a oscuras y encadenados a nuevos mitos que no resisten un examen. La modernidad ha cuestionado las seguridades antiguas, despojando a la humanidad de todo atisbo de trascendencia, y nos ha dado gato por liebre.


Por mucho que los demiurgos de esta sociedad actual hayan renegado de la tradición cristiana, en el imaginario social persisten –siquiera de modo latente- temas, inspiraciones, lugares, tipos, motivos que tienen su origen en el cristianismo: se ha producido, en todo caso, una secularización de esos temas, pero no se ha inventado nada nuevo: ni siquiera los errores son novedades. Y esos temas cristianos, previamente secularizados, son “mitos”: los mitos de la cultura actual.

Uno de los motivos muy presentes en la cultura actual es el del “hombre nuevo”.



Podemos remontar su origen a la doctrina paulina: “Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef. 4, 22, 24). San Pablo aquí exhorta a los cristianos a la conversión: por la nueva alianza, el hombre viejo (Adán) renace como “hombre nuevo” (en Cristo). En su sentido original: el “hombre nuevo” de la teología paulina reconoce la realidad del pecado y espera confiado en la misericordia de Dios que lo redimirá por el sacrificio de Dios Hijo en la cruz.

Con el avance de la crítica, que corre parejo a la descristianización, el tema cristiano del “hombre nuevo” viene a secularizarse, desprendiéndose de su carácter teológico y místico. Una razón de esa transformación del “hombre nuevo” cristiano en mito secularizado la podemos encontrar, entre otras razones, en lo que señaló nuestro Juan Donoso Cortés: los modernos no creen que exista algo que se llame pecado. Por lo tanto, el “hombre nuevo” no tiene que renunciar a la conducta pecaminosa (que no reconoce como tal); de lo que el “hombre viejo” tiene que prescindir, según la versión moderna, es de la tradición, que supone un lastre que le impide convertirse en “hombre nuevo”: en el “hombre nuevo” del mito moderno que, en cada caso concreto (según los autores, las escuelas, los sistemas…), será configurado con unas características desiderables acordes con la tendencia que se marque.

El mito del “hombre nuevo” llegó, en un momento determinado (por influencia del darwinismo convergente), a entenderse como resultado inexcusable de la evolución del “homo sapiens”. Si se admite, desde Darwin, un largo camino evolutivo que nos ha traído al “homo sapiens”, habrá que admitir que hemos estar dispuestos a suponer que, una de dos: o la especie evolucionará en el futuro… o se verá extinguida en el porvenir).

Es de este modo como el “hombre nuevo” empezó a configurarse como una “superhumanidad” a la que se encaminaba el hombre civilizado, económico y científico, que venía de estadios inferiores. El “hombre nuevo” se considera ahora como un término futurible de la evolución que está por llegar, más tarde o más temprano, pero que será inexorable en su advenimiento. Y según los más halagüeños pronósticos de los intelectuales decimonónicos, podía vaticinarse que estaba pronto a llegar y que, incluso merced a los avances científicos y técnicos, podría incluso acelerarse el advenimiento del “hombre nuevo”, del “superhombre”.

El nihilista dostoyevskiano de “Los endemoniados”, Kirillov, pudo decir: “Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo. El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo Dios.” (la novela de Dostoyevski es del año 1870). Y similares palabras resonarán más tarde en el “Así habló Zaratustra” (1883-1884), cuando Nietzsche anuncia en pleno paroxismo dionisíaco que: “El hombre es una cuerda tendida entre el mono y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo”. El “Übermensch” (superhombre) de Nietzsche es el “hombre nuevo” cuya estrella alumbrará tras la “muerte de Dios” que proclama la filosofía nietzscheísta. A Nietzsche se le debe que el término “superhombre” haya cosechado una influencia en la cultura occidental, pero por característico que sea del pensamiento nietzscheano, el término “superhombre” no es exclusivo de Nietzsche, sino que cuenta con una dilatada tradición que incluso la pudiéramos ir a rastrear a la antigua cultura griega. Antes o después de la formulación de Nietzsche, cada autor insinuará diversos contenidos semánticos cuando emplea el vocablo. Nietzsche tampoco ayudó demasiado a concretar mucho del “superhombre” cuando, en la efervescencia visionaria de su Zaratustra, llame “rayo” al “superhombre”. Nietzsche no deja precisados los rasgos y detalles del superhombre, sino que pudiéramos decir que se limita a siluetearlo.

En cambio, otros autores perfilarán el significado de “superhombre”. Es el caso del filósofo ruso Boris Muraviev (1890-1966). Muraviev estuvo bajo la influencia del llamado “maestro de las danzas”, el gurú armenio George Gurdjieff y, por lo tanto, no es extraño que Muraviev aborde el asunto del “hombre nuevo”/”superhombre” desde parámetros esotéricos y gnósticos explicitados (digamos que el tema del “hombre nuevo” ha sido siempre uno de los preferidos por las escuelas ocultistas que, a la postre, siempre han prometido un “hombre nuevo”: renacido por las doctrinas secretas y, a la postre, endiosado). Muraviev reserva el vocablo de “superhombre” para aquellos componentes de la futura “nueva elite” que el ruso reclama y que, según su creencia, habrá desarrollado facultades latentes que ahora permanecen en estado embrionario en el “hombre viejo” del presente: “La Nueva Era, que es inminente por el progreso y por la técnica –afirma Muraviev-, se preanuncia muy distinta al período actual tanto como éste lo es del Medioevo”. Entre las facultades latentes que serán desarrolladas por los “nuevos hombres” hay que contar con ciertos poderes psíquicos; mágicos podría decir alguno. Muraviev fue Jefe de Gabinete de Alexander Kérenski, pero con el asalto al poder de Lenin y sus bolcheviques, Muraviev se vio forzado al exilio. Sin embargo, la idea del “hombre nuevo” era algo que algunos bolcheviques compartían con Muraviev, aunque enfatizando rasgos distintos. Durante la larga y trágica época soviética, el mito del “hombre nuevo” gozó de un formidable prestigio en la sociedad comunista rusa, formando parte del imaginario soviético. Los artistas literarios y plásticos del régimen totalitario, impulsados por un imperativo didáctico y propagandístico cuya destinataria era la multitud, forjaron el mito del “hombre soviético”, un hombre firme, duro como el acero, todo voluntad y disciplina, abnegado en la lucha de clases, individuo anti-individualista, partícipe de la misión mesiánica del proletariado, modelo de camarada (no es una casualidad que “Stalin” signifique “hombre de acero”). El personaje literario que mejor encarnó este prototipo de “hombre nuevo” (en versión soviética) sería el comandante Levinson, de la novela “Razgrom” (La derrota, año 1927) del escritor soviético Alexander Alexándrovich Fadéyev (1901-1956).

Nos hemos asomado, siquiera someramente, a uno de los mitos de la modernidad que todavía aún ejerce, aunque de modo latente, su prestigio. Ciertas minorías poderosas recurren a este mito del “hombre nuevo” como ingrediente de sus ideologías programáticas, como una meta que se propone a la humanidad en un mundo sin Dios. El mito está presente en la cultura occidental: incluso en la cultura soviética que, durante muchas décadas, configuró su propio imaginario cultural y se mantuvo recelosa para con el Oeste de economía capitalista, el “nuevo hombre” estuvo vigente, adaptado a la cosmovisión marxista.

Hemos contribuido con los renglones de más arriba a presentar la cuestión, pero en modo alguno la hemos agotado. Sin embargo, no podríamos finalizar este artículo que hemos escrito con mucho gusto para GINKGO BILOBA sin decir que, lejos de ser una rareza, un asunto exclusivo propio de eruditos e historiadores, el mito latente del “hombre nuevo” se halla, así lo ha señalado el profesor Dalmacio Negro Pavón, tras el modelo de “ciudadano” que pretenden troquelar los programas de “Educación para la ciudadanía” y, más allá de los ambiciosos programas de la ingeniería social, el “hombre nuevo” también ha sido profusamente desarrollado desde un género literario muy sospechoso: el de la ciencia ficción. Autores como Isaac Asimov y otros pusieron al “hombre nuevo” como meta del progreso tecnológico, como híbrido biotecnológico que corrigiera las deficiencias e imperfecciones de la naturaleza humana.

El mito del “hombre nuevo” (el superhombre que niega a Dios y que pretende “ser como Dios”) está muy presente, siquiera tácitamente, en el imaginario de nuestra cultura. Nuestra intención ha sido patentizarlo.

sábado, 20 de septiembre de 2014

"RETRATO DE CABALLERO", DEL CARPACCIO


 

Un compendio de la espiritualidad caballeresca.

De Massimo Introvigne
(Traducción del italiano al español: Manuel Fernández Espinosa)

Durante un congreso institucional en Madrid he podido participar en una de las visitas a la colección permanente del Museo Thyssen-Bornemisza, organizado con particular esmero con ocasión del vigésimo aniversario del museo, que fue abierto en 1992. He tenido así la oportunidad de volver a admirar una de las joyas de este museo: el “Retrato de caballero”, del pintor veneciano Vittore Carpaccio (1465-1525 ó 1526).

El retrato afianza ante todo el arcaísmo del Carpaccio, que no es –como habían sobreentendido los prerrafaelitas ingleses- tanto el primer pintor del Renacimiento como el postrero del Medioevo, tan es así que murió pobre y casi olvidado, ya que el nuevo gusto renacentista no le comprendió nunca la grandeza, redescubierta solo después de varios siglos. La obra es un extraordinario compendio del “ethos caballeresco medieval” y del gusto del Medioevo por los símbolos, en particular aquellos traídos del reino animal y del vegetal.
 
Es admitido ya por sólido entre los críticos que se trata del retrato de un mismo caballero; no de dos caballeros y tampoco de un caballero y su escudero. Las dos imágenes representan al mismo caballero, aunque en dos etapas distintas de su camino. Lo vemos a caballo mientras sale de una fortaleza de estilo veneciano, aprestándose para la batalla. Y lo vemos en primer plano, mientras envaina la espada. Esta figura del primer plano –retratada con extraordinaria calidad, es por ello considerada el primer retrato de figura entera en la historia del arte occidental- podría referirse, como piensa alguno, al hecho de que el caballero ha muerto. Envaina la espada en la funda y se despide de este mundo. En este caso se remembra el lema de la Orden del Armiño -la orden caballeresca bretona contemporánea del Carpaccio y del rey de Nápoles Fernando I de Aragón (1424-1494): “Malo mori Quam foedari”: “Prefiero morir antes que manchar [mi honor”] – que aparece en una cartela próxima al animal, al armiño, se referiría precisamente a la muerte en batalla del protagonista. Pero también podría ser que el caballero meta la espada en la vaina simplemente por estar su misión cumplida.

El cuadro es una gran alegoría de la “militia” cristiana y de la caballería. El mar y el estanque son solo una primera alusión a las mil pruebas y a la dificultad que el militar cristiano tiene que soportar para alcanzar la meta. Se añade la rica simbología de los animales y las plantas.

En lo alto, a la izquierda, hay una garza (símbolo del sufrimiento) herida –si se piensa que será muerta, puede verse una ulterior señal de la muerte del caballero- por un halcón, que simboliza las insidias del mal. Otro halcón está descansando sobre el árbol, a la derecha, y amenaza a los gorriones que son los “pájaros del cielo”, evocados por el mismo Jesucristo y símbolos de las almas. Sí: el mal actúa en la historia y acecha a las almas. Acecha la misma alma del caballero que en su viaje encuentra un pavo real, símbolo del orgullo, que casi penetra en lo íntimo mismo del mílite a caballo, mientras todavía más a la izquierda hay un caballo sin jinete que cuelga, a modo de insignia de una posada, simbolizando las pasiones sin brida y sin freno. A la derecha, en la franja entre los dos árboles, un conejo y una liebre escapan: es la tentación de la cobardía y de la huída ante el peligro. El buitre que está cerca del agua y el ciervo representan la decadencia y la muerte; las ranas y los sapos escondidos en la hierba y propincuos al armiño, abajo a la izquierda, son las tentaciones de todo aquello que hay de más vil y vulgar.

Pero, poco a poco, en confrontación con los vicios y las tentaciones, el caballero conquista también las virtudes. El armiño es un símbolo de la pureza, y los antiguos creían que este animal prefería ser capturado y asesinado antes que esconderse donde podría ensuciarse su piel inmaculada. El ciervo -a la derecha del segundo árbol- representa la mansedumbre y la tenacidad frente a la adversidad; la cigüeña en vuelo -entre los dos árboles- representa la "piedad" filial -se pensaba por entonces que, caso insólito entre los animales, la cigüeña se encargaba de cuidar a sus progenitores y no sólo a las crías; el pato es la serenidad y la calma. Todas estas no son interpretaciones más o menos fantasiosas, sino que derivan de los bestiarios medievales con los cuales Carpaccio tenía una evidente familiaridad.

Que el pintor nos llama a una visión dramática de la historia se confirma por el contraste entre los dos perros: el perro bueno de pelaje blanco que acompaña al caballo y el perro bermejo, agresivo y feo, figurado más a la derecha. Estas son verdaderas y propias imágenes del ángel bueno y del malo, de las sugestiones divinas y de las demoníacas que siempre se enfrentan en la historia. El "gran can" malvado puede también que aluda -como ha sido sugerido- al "Gran Khan”, título que después de llevarlo los mongoles se le atribuyó a los sultanes turcos; y, en este caso, el conflicto bélico en que el soldado combate sería concretamente la guerra de Venecia contra los turcos. Pero esto, a su vez, es sólo un episodio de un drama siempre operante en la historia y que trasciende los eventos particulares.
 
De una insólita riqueza -de un gusto, sin embargo, típicamente medieval y hoy aún más difícil de comprender- es el simbolismo de las plantas. No es por azar, sino por esto mismo que Carpaccio entusiasmaría a los prerrafaelitas que buscarán reproducir la flora en sus lienzos -como la "Ophelia", de John Everett Millais (1829-1896)-, obras que son verdaderos y precisos tratados de botánica. En la producción pictórica de Carpaccio, sin embargo, el problema está en el hecho de que muchos símbolos botánicos son ambivalentes. Consideremos, por ejemplo, una flor muy visible: la anémona roja, al lado de las piernas del caballero. Esta, desde la mitología clásica, es un presagio de la muerte. Pero al mismo tiempo para los cristianos significa, como la púrpura que llevan los cardenales, la sangre derramada por la fe y la disponibilidad al martirio. Los gladiolos significan la muerte violenta: pero también el sufrimiento de la Virgen Dolorosa. A la derecha, no muy lejos del perro maligno, vemos los narcisos que, en la mitología griega, son las flores de Perséfone, reina de los ínferos y, por lo tanto, flores ligadas al infierno. Y en cambio, cerca del armiño vemos un lirio, símbolo de la pureza por excelencia, contrapuesto a las zarzas, que simbolizan el desorden. Hallamos también –y el elenco no terminaría aquí- flores de manzanilla (tranquilidad), y la pervinca azul, que la Edad Media considera la flor de la fidelidad y el Cielo.

Así, en un cuadro solo, Carpaccio nos ha ofrecido un compendio de la espiritualidad caballeresca, fundada sobre una visión dramática y alternativa de la historia. La vida es milicia, y la del caballero es un viaje, un itinerario erizado de obstáculos y probaciones, pero donde el auxilio procede de la virtud y del Cielo mismo. A la postre –después de haber derrotado al enemigo, quizás a los turcos, y tal vez a trueque de su misma vida- el caballero enfunda la espada. Ha combatido el buen combate, ha sido ejemplo de su época –y de la nuestra. Ahora espera el premio eterno.

lunes, 15 de septiembre de 2014

LA NOCHE DE WALBURGA DE GUSTAV MEYRINK

Gustav Meyrink
 
UNA NOVELA LUCIFÉRICA

Manuel Fernández Espinosa
 
 
LA PRAGA DE MEYRINK
 
 
La Praga que aparece en las inquietantes novelas de Gustav Meyrink (1868-1932) es un mundo poblado de seres fantasmagóricos y más que una ciudad parece un pandemónium onírico. Además de ser el escenario de “El Golem” (1914), Praga aparece en otra novela menos conocida de Meyrink: “La noche de Walburga” (1917).
De su biografía resaltaremos su origen bastardo: Meyrink (su verdadero nombre era Gustav Meyer) fue fruto de los amores extramatrimoniales entre un aristócrata germano y una actriz judía. Y a su condición de hijo natural hay que apuntar su temprano interés por el ocultismo: interesado por el espiritismo, por el teosofismo (empleamos el término guenoniano “teosofismo” para referirnos a la Sociedad Teosófica), la alquimia y la cábala. Fundó la logia de la Estrella Azul y formó parte de la Hermetic Order of the Golden Dawn (donde se iniciaron personajes como W. B. Yeats o Aleister Crowley). Más tarde, Meyrink se despegaría del teosofismo, emprendería una denuncia del espiritismo y se interesaría por las religiones de extremo oriente, como el taoísmo y el budismo. Otros datos biográficos que pudieran ser interesantes para el lector puede encontrarlos en cualquier semblanza biográfica, sin embargo nos parece fundamental para considerar su obra destacar su origen bastardo (que aparece proyectado en muchos de sus personajes) y el conocimiento del ocultismo y de las tradiciones esotéricas de occidente y oriente.
Aunque su éxito más clamoroso fue “El Golem”, queremos centrarnos en “La noche de Walburga” puesto que en esta novela Meyrink viene a desarrollar toda una “filosofía de la historia” en clave esotérica. El título de la obra es elocuente: “La noche de Walburga” es una ancestral festividad que tiene lugar del 30 de abril al 1º de mayo, siendo conocida también como la “noche de las brujas”. El nombre de “Walburga” alude a Santa Walburga (aprox. 710-777) que fue una monja inglesa que misionó en la entonces todavía pagana Europa central. A Santa Walburga se le atribuye especial patrocinio sobre sus devotos a los que defiende de los maleficios y las artes mágicas. Santa Walburga fue canonizada el año 870 y se la celebra esta noche, precisamente para conjurar el peligro de las brujas en una noche que, así se creía y cree en el norte y centro de Europa, los seres del más allá ven las puertas abiertas e irrumpen en nuestro mundo. En la literatura, la Noche de Walburga (también Walpurgis) aparece como una de las escenas del “Fausto” de Goethe.
Meyrink nos presenta una Praga dividida en dos mundos: el “Hradschin” y “Praga”. El Hradschin corresponde al distrito más antiguo de la ciudad, constituyendo un recinto fortificado, una ciudadela, que contiene el Castillo de Praga, la Catedral de San Vito y otros edificios de mucha solera. El Hradschin tiene en la novela un simbolismo político muy acusado: es en el Hradschin donde viven, prácticamente confinados, unos aristócratas anacrónicos y displicentes que nada quieren tener que ver con el resto de la ciudad. Puede considerarse a estos personajes como los descendientes de una casta impuesta por un poder extranjero que, en la compleja historia de Bohemia, correspondería históricamente al resultado de los avatares históricos y bélicos que hicieron de Bohemia un dominio de los Habsburgo en 1526. La acción de la novela se dispone en las vísperas de una revolución política y social que va a transgredir el orden vigente, como una erupción volcánica cuyas raíces subterráneas hay que buscarlas en el pasado histórico, pero donde jugarán un papel fundamental fuerzas preternaturales de carácter intemporal.
La novela de Meyrink toca tangencialmente las vicisitudes de la historia empírica de Bohemia, dando por sentado el conocimiento histórico del lector; lo cual es muy de agradecer por presumirnos su autor un conocimiento exhaustivo de la revolución husita y los multiseculares conflictos religiosos que tuvieron a Praga por escenario, pero es mucho suponer en un lector medio un conocimiento de aquellos disturbios religiosos y esos acontecimientos históricos que convulsionaron aquel reino de Bohemia. El resultado de aludir a estos episodios repercute en el lector en un incremento de la sensación onírica que produce todo el relato, que de suyo no se atiene a la historia fáctica en el "presente" de la acción, aunque se remite a hechos históricos anteriores en siglos a la acción que se relata. Además de estas cuestiones, cuyas claves históricas subyacen sin explicitarse, la obra ofrece una galería de personajes que, como en otras novelas de Meyrink, acusan una identidad quebradiza en el flujo temporal, son personajes con un “yo” que fluctúa, a la vez que las cosas inanimadas (como también ocurre en algunos pasajes de “El Golem” y en otras obras de Meyrink) parecen adquirir por momentos vida propia, asomando un cierto animismo.
La irrupción de temas propiamente ocultistas en la novela tiene lugar: primero, con la creencia chamánica del “ewli” y el “aweysha” y, después, de un modo mucho más siniestro, esas exóticas figuras del “ewli” y “aweysha” que acaparan una buena parte de la novela nos conducen hacia el personaje que parece estar detrás de todo lo que sucede, el verdadero protagonista: Lucifer, el ángel caído.
LUCIFER CON MITRA
La caracterización que hace Meyrink de Lucifer en esta novela que comentamos puede resultar extraña y novedosa, pero se ajusta a criterios de cierta verosimilitud iconológica y, por su bagaje ocultista, el autor nos ofrece trazos de una doctrina demonológica que sirven para penetrar en el "significado" que el ángel caído adquiere para la historia de los hombres y las sociedades. De esta manera, Meyrink arroja luces sobre el papel que Lucifer (el mal) reviste  en la historia: he ahí el meollo de la "filosofía de la historia" (de carácter esotérico) que se plasma en esta novela.
Lucifer es el motor de las revoluciones. Sirviéndose de los deseos del ser humano, el ángel que cayó por su rebeldía trastorna el orden vigente, subvirtiéndolo todo. En la novela importan poco las "ideologías" que puedan parecer alentar las revoluciones: se alude al socialismo, se mencionan anarquistas rusos, pero lo que verdaderamente sabe Meyrink es que esas "ideologías" no son sustanciales, la sustancia de la revolución es el pecado: la soberbia, la lujuria, la ambición, la venganza, la envidia. El movimiento político revolucionario no es descrito con lujo de detalles, parece arrancar de una situación de injusticia social y, aunque comienza reivindicando la justicia social, desemboca en la efímera restauración de un trono que está llamado a derrumbarse. Por eso, los pocos críticos que han tratado de interpretar esta novela ven en ella cifrados los acontecimientos de la revolución bolchevique tanto como una especie de anuncio de los que estarían por realizarse con el advenimiento del nacional-socialismo en Alemania.
Lucifer hace su aparición ante varios personajes de la novela. El primero que se lo encuentra es Thaddäus Flugbeil (alias “Pingüino”), uno de los habitantes del Hradschin que es el viejo médico de su alteza imperial. Este médico, en la soledad, se encuentra a Lucifer frente a él, lo identifica y lo interpela, escuchando el discurso luciferino:
“Al quitarse las gafas [Thaddäus Flugbeil] se encontró a un hombre ante él, desnudo, tan sólo con un taparrabos en las caderas, de piel morena, alto de estatura, increíblemente delgado y con una mitra negra, que lanzaba destellos azulados, sobre la cabeza”.
Más tarde, Liesel de Bohemia, una vieja prostituta, también le contará a Thaddäus que ha visto a Lucifer de la misma guisa. Y en el capítulo final, titulado “Los tambores de Lucifer”, Polixena también tendrá ocasión de verlo mezclado entre las turbas que llevan a cabo la revolución: lo verá bajo el mismo aspecto, pero pletórico y regocijándose en la orgía de sangre y crimen de los tumultos revolucionarios.
Es interesante que Meyrink nos haya pintado a Lucifer con mitra. Para comprender la aparición de una mitra en la cabeza del ángel caído hay que saber primero que la mitra es el tocado distintivo del orden episcopal. El primero de los obispos que se la ciñó en su cabeza a modo de corona fue San Silvestre, Obispo de Roma, cuyo pontificado fue del año 314 al 335. Más tarde fue ordenado que la mitra fuese usada por todos los obispos de la cristiandad, mientras que la Tiara parece reservarse en un sentido más estricto para el Obispo de Roma, el Papa. La mitra, como todos los objetos religiosos, tiene un rico simbolismo: se ha visto prefigurada en la transfiguración que experimentó Moisés tras recibir las Tablas de la Ley. La mitra tiene dos cuernos que simbolizan los dos Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, así como los dos preceptos de la caridad: el amor a Dios y el amor al prójimo que tienen que observar los obispos para el mejor gobierno de su iglesia particular; las dos cintas que cuelgan de ella se llaman “vitte” y simbolizan los dos sentidos de la Escritura Sagrada: el sentido literal y el sentido espiritual, recordándole al obispo que ha de ser maestro en ambos sentidos. Las cintas cuelgan a la espalda, para enseñarle al obispo que lo que predica ha de realizarlo con las obras. El obispo suele disponer de dos mitras: una, la llamada "frigiata" (hecha de piedras preciosas como símbolo de la caridad, para llevar en las solemnidades y oficiar de pontifical) y la "mitra simple" que la lleva para otros oficios. Aquí el color es muy importante, como siempre en el simbolismo, y la mitra se recomienda que sea de color "blanco", como símbolo de la pureza.
La mitra que lleva Lucifer en “La noche de Walpurga” es de color negro e irradia destellos azulados. ¿Por qué pinta Meyrink a Lucifer con una mitra? ¿Se trata de un chiste anticlerical? Ni mucho menos: Meyrink no desliza aquí ninguna irreverencia anticlerical, pues sabe que desde los inicios del cristianismo, el obispo es llamado “ángel” por la Iglesia. Para el profano, los “ángeles” corresponden a seres creados espirituales, inteligencias puras, representadas de muchas formas, pero dominando la iconografía que los hace alados. Sin embargo, en el mismo Apocalipsis encontramos que los cristícolas se referían a sus obispos como “ángeles”. Dionisio Areopagita nos dice: “…no veo inconveniente alguno en que las Escrituras llamen “ángel” incluso a nuestro jerarca (obispo). Tiene la propiedad de ser, dentro de lo posible, como los ángeles, un mensajero. Tiene, además, la misión de imitar, según sus posibilidades, el poder revelador de los ángeles” (“La Jerarquía Celeste”).
Dionisio Areopagita sabía que “los órdenes inferiores no tienen la plenitud ni poder completo correspondiente a los superiores. Pero participan proporcionalmente en el poder de aquéllos como parte de la armoniosa, universal y equitativa comunión en que todos se entrelazan”. A los órdenes inferiores de la iglesia terrenal (visible y militante) no les es concedida la plenitud, pero participan proporcionalmente en el poder de las jerarquías celestiales. Si la mitra es uno de los objetos identificativos de la jerarquía eclesiástica (ciencia, actividad y perfección divinamente inspirada y estructurada) y un obispo es un "ángel", entenderemos que no es un despropósito figurarse (como hace Meyrink) que el ángel caído Lucifer, de incursión por la tierra, adopte la mitra en su visibilización, fiel a su entidad angélica: esta entidad, al ser invertida, encuentra en la negritud de su mitra todo el aspecto siniestro, mientras que los destellos “azules”, en consideración al simbolismo del color “azul”, subrayan este aspecto en la línea de la noche (el azul está relacionado con la noche y la inteligencia), insinuándonos el aspecto de la inteligencia angelical luciférica, por más depravada que ésta inteligencia sea en Lucifer.
En la novela de Meyrink tenemos uno de esos discursos atribuidos a Lucifer, como el famoso que Goethe pone en boca de Mefistófeles. El Lucifer de Meyrink nos revela que se entiende a sí mismo, en su soberbia, como “el dios en cuyas manos ponen los hombres sus deseos” y el taparrabos con el que se cubre las partes genitales, el mismo Lucifer nos dice que lo lleva por ser, de entre todos los “dioses” el único sexuado. Los deseos están asociados a la sexualidad: “La raíz más profunda e incomprensible de todo deseo descansa siempre en el sexo, aun cuando el retoño, el deseo despierto, no tenga aparentemente nada que ver con la sexualidad” -dice el personaje infernal.
Lucifer no reviste la condición de tentador mostrenco, sino que más bien se presenta como cumplidor de deseos: como Mefistófeles con Fausto, Lucifer está siempre dispuesto a cumplir los deseos de quienes viven dominados por el deseo. Para ello se sirve de la disociación entre el alma y el cuerpo de cada hombre: lo que el demonio cumple es el deseo implícito del alma del interesado, aunque el cuerpo pida explícitamente lo contrario. Los resultados, según se desprende de la novela de Meyrink, son espantosos, constituyendo así la médula de la filosofía de la historia que contiene “La noche de Walburga”.
La conclusión queda subyacente. Para evitar el drama histórico la humanidad debería suprimir los deseos o ser capaz (algo que no está al alcance de todos) de conciliar el deseo del alma con el deseo corporal, sin ruptura. Por otros caminos, Meyrink ha llegado a una conclusión que sí puede compartir el cristiano: es la “Puerta del Mediodía” en la teología mística de fray Juan de los Ángeles (1536-1609): “La puerta del Mediodía es la abnegación de la propia voluntad, porque nunca queda tan clara y resplandeciente el alma como cuando se niega y desampara a sí misma y nada le queda de propia voluntad”, pues “Con toda verdad te sé decir que nunca gocé de mi propia voluntad hasta que por Dios la negué, porque en Él se cobra mejorado lo que por Él se pierde o renuncia” (“Diálogos de la conquista del Reino de Dios”, fray Juan de los Ángeles).
Para poder escapar de la destrucción luciferina hay que escapar del torbellino de los deseos.

NOTA BENE:

"Walpurgis Nacht" de Gustav Meyrink está traducida al español por Pedro Gálvez, bajo el título de "La noche de Walburga", publicada en Bruguera, Barcelona, 1983.

jueves, 4 de septiembre de 2014

PARA UNA GRAFÍA HISPÁNICA




TIPOGRAFÍA HISPÁNICA COMO RASGO DE IDENTIDAD
 
Manuel Fernández Espinosa
 
En el año 2000, el ayuntamiento de Bilbao encargó a Alberto Corazón la normalización de la "letra vasca" (ver artículo). Marcar las diferencias, incluso en la tipografía, es un audaz golpe nacionalista que las mismas autoridades (por llamarlas de algún modo) españolas no entienden ni el alcance de su trascendencia. El movimiento cultural Euskal Pizkundea (Renacimiento Vascongado) había trabajado con anterioridad en este campo. Pero la victoria de Franco en 1939 detuvo el avance de esta silenciosa y audaz vanguardia cultural nacionalista vasca, que elaboraba, además de éste, otros nuevos desafíos al centralismo españolista (ver artículo).

Tipografía de Alberto Corazón, para Bilbao.


La reafirmación de una grafía había sido ensayada previamente en Irlanda, con la puesta en vigor de la caligrafía celta: el llamado alfabeto uncial irlandés que irrumpió como variante del alfabeto latino en 1571, paradójicamente, para un catecismo protestante mandado por Isabel I de Inglaterra. Hoy se emplea a título decorativo, aunque muchos periódicos conservan la grafía para sus cabeceras (ver artículo).


Tipografía uncial irlandesa.

Los nuevos tontos son tontos por no llevar hasta el final su tontería. Ministros actuales del gobierno de ocupación español no han tenido recato alguno en reducir España a los estrechos parámetros de una "marca" (la "marca España", pregonan esos del PP), pero en cambio ninguno se ha dado cuenta de que cualquier empresa ("marca" -para seguir con la analogía comercial) tiene sumo cuidado en la elaboración de su identidad corporativa. De tal modo que uno de los capítulos más importantes del sistema de diseño de las empresas mundiales lo constituyen los "elementos gráficos" (comprendiendo aquí la tipografía que caracteriza singularmente a una entidad). Lo que irlandeses y vascos han hecho está por hacer en España.

¿Tendremos que llamar a Tolkien para una hazaña así? No hace falta. No es menester inventar nada cuando se tiene una tradición más que milenaria. Lo que hay que hacer es volver a las raíces. Bastaría con tener un mínimo de cultura hispánica para saber cuál es la caligrafía que ha de reivindicar un movimiento consciente de su españolía más genuina. Hay que mirar a San Isidoro de Sevilla, como hiciera el gran Menéndez y Pelayo:

"Por siglos y siglos fué San Isidoro el grito de guerra de la ciencia española: nuestra particular liturgia, más que gótica, más que muzárabe, se llama isidoriana, aunque sus orígenes se remonten hasta los varones apostólicos. Isidoriana se llamó la letra de nuestros códices hasta que los cluniacenses introdujeron la francesa".

Isidoriana se llamó la letra de nuestros códices pre-cluniacenses. A estos códices han de volverse los ojos piadosos de los hombres de la tradición española. Normalizar una grafía y esperar que los hombres de la informática sean capaces de hacerla valer en este mundo digital. Los rótulos de las calles, de los bares, de los establecimientos, de la prensa de papel, de todo en nuestra propia caligrafía arcaica.

No más. Este artículo no es un ensayo, es un desafío a los que se dicen españoles y piensan como extranjeros, por haberse alejado de las fuentes puras de nuestra tradición auténtica, incorporando e importando pamplinas ajenas.


Grafía visigótica. Posiblemente muy parecida a lo que tendría que ser la isidoriana.


Artículos consultados:

"Alfabeto Bilbao", letrag, tipografía gratuita.
 
 
"La letra vasca: etnicidad y cultura tipográfica", Eduardo Herrera Fernández, Visual, nº 109, julio 2004.



"San Isidoro", Marcelino Menéndez y Pelayo, discurso en la Academia Hispalense de Santo Tomás de Aquino, octubre de 1881.

martes, 2 de septiembre de 2014

OCULTISMO Y SERVICIOS SECRETOS DE INTELIGENCIA



Johannes Tritemio, abad de Sponheim

LA POLÍTICA RACIONAL: ESA GRAN LOCURA PÚBLICA
 
 
"La magia es una gran sabiduría oculta, así como la razón es una gran locura pública"
(Teofrasto Paracelso 1493-1541).


Por Manuel Fernández Espinosa

Si tuviéramos que clasificar el mundo en lo que hace a regímenes políticos, un ingenuo nos diría que el planeta se divide en un gran bloque de democracias y un puñado de tiranías. Las democracias actuales encuentran todas ellas su antecedente en la democracia norteamericana (1781) y en la revolución francesa (1789). Las democracias podrán, según los casos, aproximarse más o menos al supuesto modelo ideal, pero se les concede que son "el menos malo de los regímenes" y la corrupción que en ellas pueda descubrirse se atribuye en todo caso a facinerosos que actúan por libre y a título particular. El término "democracia" es sobradamente anfibológico como para contentar a todos y no disgustar a los suficientes. Y justo es esa polisemia la que ha hecho de la "democracia" (que en principio no debiera ser otra cosa que un modo de organizar la vida política) un valor indiscutible para sus paladines. Bajo la vitola de democracia se evocan muchas, dispares y hasta contrapuestas realidades: la democracia ateniense o la democracia tradicional de los diversos reinos cristianos de la península ibérica medieval, la democracia liberal, la democracia real de los países comunistas... ¿Tienen algo en común además del título "democracia"?
 
Si algo ha hecho la democracia moderna actual es ocultar la esencia del poder, disimular la esencia del poder de un modo magistral, sirviéndose de todos los mecanismos -sobre todo de la propaganda. El poder político hay que recibirlo en herencia o conquistarlo. Una vez conquistado (o heredado: legítima o ilegítimamente) el poder hay que conservarlo contra enemigos externos e internos. Para preservar el poder (que, sin entrar en más detalle, podríamos definirlo como una situación que permite influir en la vida de millones de almas), para preservar -decimos- el poder cualquier Estado, gobierno o gavilla de logreros que lo haya alcanzado tiene que disponer de lo que vulgarmente se llama "servicios secretos de inteligencia". Los servicios secretos de inteligencia se dedican fundamentalmente a acaparar información de todo aquello que pueda ser una amenaza para el que tiene ese poder. Los métodos de los servicios secretos pueden ser más o menos sofisticados y casi nunca son lícitos moralmente, pues supone muchas veces conculcar ciertos derechos que se pregonan, pero no existen a la hora de la "Realpolitik". El espionaje, el contra-espionaje e incluso la investigación científica y la experimentación en orden a crear nuevas y cada vez más poderosas armas es consustancial a los servicios secretos de inteligencia.
 
Cuando hablamos de servicios secretos de inteligencia pensamos en la CIA, en la antigua KGB, en el Mossad, en el CNI español y nos imaginamos que se trata de entidades contemporáneas, pero los "servicios secretos de información" siempre existieron, pues el que tiene el poder siempre requiere de sus servicios que son secretos (mientras interesa que lo sean) y no se limitan a la mera información. Pero repetiré otra vez: los servicios secretos de información siempre existieron.
 
Podríamos ir más atrás, pero pensemos en el reinado de Felipe II y el escándalo que se propició a cuenta de Antonio Pérez o, por la misma época, en el dramaturgo y espía Christopher Marlowe. Ahora bien, todo esto, ¿qué relación podría tener con el ocultismo?
 
Para una definición de ocultismo, válganos ésta: "Ocultismo: Ciencia de las cosas ocultas. Pueden ser ocultas voluntariamente, como un secreto iniciático, o porque las fuentes o las tradiciones de que proceden estén más o menos veladas o ignoradas. También porque ofrezcan un carácter sobrenatural o inexplicado. Sea como fuere, tienen estos fenómenos una parte doctrinal y otra experimental. Si esta parte doctrinal es metafísica, el ocultismo toma el nombre de ocultismo metafísico. Dentro de éste se halla el hermetismo y el esoterismo. La parte práctica del ocultismo se llama magia." (La definición literal es de Eduardo Aunós).
 
No es extraño que un ocultista como Johann von Heidenberg (1492-1516), más conocido como el Abad Tritemio, sea considerado el pionero de la criptografía. Este monje benedictino había fundado una sociedad semi-secreta llamada Sodalitas Celtica (Cofradía Céltica: sociedad que nada tenía que ver con los druidas ni con los míticos celtas, por cierto, sino que recibía el nombre en honor del humanista alemán Conrad Celtis). Tritemio escribió un libro fundamental para la ocultación de mensajes: la "Steganographia" (año 1500). Puede suponerse lo útil que resulta para un espía dotarse de un sistema criptográfico.

 
Lejos de imaginar conspiraciones (ya sabemos todos: que si masones, que si illuminatis y, en el colmo del delirio, hasta reptilianos), enfoquemos este asunto con el rigor que dan los documentos históricos que, si no de un modo explícito, vienen a ilustrar esta conexión entre ocultismo y servicios secretos de inteligencia. Por supuesto que no se trata de pensar que todos los agentes de la CIA sean nigromantes ni brujos, puede haber dignos caballeros padres de familia que, como se ve en las películas, si eliminan a alguien es por una orden superior y por entender que es en bien de su nación, sin necesidad de hacer rituales extraños ni ser especialistas en literatura ocultista.
 
Pero, veamos que esto del ocultismo y las agencias gubernamentales de información está más relacionado de lo que a primera vista se pudiera pensar.
 
Cuando el III Reich sucumbió ante la pinza de aliados y soviéticos, empezó a saberse (por exagerado que lo haya hecho la propaganda) que el núcleo del partido nazi era de índole ocultista: la sociedad Thule, la sociedad Vril y tantos otros grupos esotéricos, surgidos en el elemento idealista y romántico alemán, venían a ser como unas clandestinas centrales de ideas y símbolos, de creencias que, si al principio eran de ámbito restringido (a los miembros de esos grupos), más tarde se implantarían de una manera u otra en lo público. La misma SS de Heinrich Himmler tuvo una Anhenerbe. La literatura sobre el caso nazi abunda lo suficiente como para que no nos detengamos demasiado a considerarla. Pero, ¿era este fenómeno algo exclusivo de los nazis? ¿era -como quiere la propaganda aliada- una locura propia de los nazis alemanes?
 
OCULTISTAS EN LOS SERVICIOS SECRETOS BRITÁNICOS
 
Louis de Wohl

Ni mucho menos -podemos aseverar. Se ha hablado mucho del ocultista judío Hanussen que prestó sus servicios astrológicos a los más eminentes personajes del III Reich: Hitler, Goebbels, Himmler y que terminó asesinado en circunstancias extrañas. O de Karl Maria Willigut. Pero menos se ha hablado de los servicios prestados a Gran Bretaña por el ilusionista inglés Jaspers Maskelyne, o los rituales de magia negra que Churchill encargó al satanista Aleister Crowley o los servicios que prestó a Gran Bretaña el astrólogo Louis de Wohl, judío húngaro más conocido por sus novelas históricas como católico. A un lector lego, puede parecer una broma más de Evely Waugh, pero Waugh sabe de lo que habla cuando, en su novela "Rendición incondicional", nos presenta a un tal Doctor Akonanga que ha sido contratado por los servicios secretos británicos para fabricar pesadillas a Joachin von Ribbentrop, ministro nazi.
 
OCULTISTAS EN LOS SERVICIOS SECRETOS NORTEAMERICANOS
 
Jacks Parsons
 
Mucho se ha hablado sobre la captación de científicos nazis por parte de USA y de la URSS: el caso más sobresaliente es el de Wernher von Braun, pero un ingeniero aeroespacial menos conocido y norteamericano, no alemán, fue John Whiteside Parsons (1914-1952) que, a la vez que trabajaba para el Guggenheim Aeronautical Laboratory era seguidor de Crowley y que practicaba la magia negra en compañía de L. Ron Hubbard, fundador de la Iglesia de la Cienciología.
 
OCULTISTAS EN LOS SERVICIOS SECRETOS SOVIÉTICOS
 
Gleb I. Boki
 
Mucho se ha hablado de Himmler, buscando el Santo Grial (a eso vino a España, afirman algunos), pero pocos han hablado de la febril búsqueda del Zhezl (el báculo de los infiernos). Y es que, en la Unión Soviética, donde el ateísmo era la "religión estatal", también encontramos nexos entre ocultismo y servicios secretos. El escritor ruso Alexander A. Boushkov en su libro "NKVD. La guerra contra las fuerzas ocultas" nos presenta copiosa información sobre las andanzas de Gleb Ivanovitch Boki (1879-1937). Gleb Boki era jefe del Departamento Especial del OGPU-NKVD, pero su marxismo no le impidió relacionarse con la Hermandad Unitaria de Trabajadores (una sociedad secreta paramasónica rusa que practicaba el ocultismo): el propósito de Boki era poner lo paranormal al servicio de la revolución soviética, por eso creó todo un departamento secreto que estudió, entre otras cosas, la localización y búsqueda de la mítica Agartha y el chamanismo. Uno de los objetos mágicos de poder que su unidad especial buscó (y parece que adquirió) fue el llamado "báculo de los infiernos".
 
Aunque no haya presentado nada más que la punta del iceberg, lo que parece fuera de toda controversia es que los servicios secretos de inteligencia han mantenido (durante toda la historia, también en el siglo XX) una relación innegable con algunos ocultistas. Esta cuestión, planteada así, puede resultar extraña para quienes se mueven en una visión racionalista del mundo. Más allá del conspiracionismo que nos parece cada día más insustancial y desquiciado, lo que nos interesa en esta cuestión es tener muy claro una cosa. El sujeto que quiere conquistar el poder, conservarlo y ampliarlo no se detiene ante nadie ni ante nada. Los mismos Estados que se proclaman aconfesionales, laicos e incluso ateos, han podido dejar de creer en Dios, pero ni los secuaces del materialismo dialéctico de Marx han dejado nunca de tantear y maniobrar en el lado oscuro de la magia.
 
El médico y alquimista Teofrasto Paracelso (otro ocultista) lo sabía bien y por eso lo dijo mejor que ninguno:
 
"La magia es una gran sabiduría oculta, así como la razón es una gran locura pública".