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Gustav Meyrink |
UNA NOVELA LUCIFÉRICA
Manuel Fernández Espinosa
LA PRAGA DE MEYRINK
La Praga que aparece en las inquietantes novelas de Gustav
Meyrink (1868-1932) es un mundo poblado de seres fantasmagóricos y más que una
ciudad parece un pandemónium onírico. Además de ser el escenario de “El Golem”
(1914), Praga aparece en otra novela menos conocida de Meyrink: “La noche de
Walburga” (1917).
De su biografía resaltaremos su origen bastardo: Meyrink (su
verdadero nombre era Gustav Meyer) fue fruto de los amores extramatrimoniales
entre un aristócrata germano y una actriz judía. Y a su condición de hijo natural hay
que apuntar su temprano interés por el ocultismo: interesado por el
espiritismo, por el teosofismo (empleamos el término guenoniano “teosofismo”
para referirnos a la Sociedad Teosófica), la alquimia y la cábala. Fundó la
logia de la Estrella Azul y formó parte de la Hermetic Order of the Golden Dawn
(donde se iniciaron personajes como W. B. Yeats o Aleister Crowley). Más tarde,
Meyrink se despegaría del teosofismo, emprendería una denuncia del espiritismo
y se interesaría por las religiones de extremo oriente, como el taoísmo y el
budismo. Otros datos biográficos que pudieran ser interesantes para el lector
puede encontrarlos en cualquier semblanza biográfica, sin embargo nos parece
fundamental para considerar su obra destacar su origen bastardo (que aparece
proyectado en muchos de sus personajes) y el conocimiento del ocultismo y de las tradiciones esotéricas de occidente y oriente.
Aunque su éxito más clamoroso fue “El Golem”, queremos
centrarnos en “La noche de Walburga” puesto que en esta novela Meyrink viene a
desarrollar toda una “filosofía de la historia” en clave esotérica. El título
de la obra es elocuente: “La noche de Walburga” es una ancestral festividad
que tiene lugar del 30 de abril al 1º de mayo, siendo conocida también como la
“noche de las brujas”. El nombre de “Walburga” alude a Santa Walburga (aprox.
710-777) que fue una monja inglesa que misionó en la entonces todavía pagana Europa central. A Santa Walburga se le atribuye especial patrocinio sobre sus devotos a los que defiende de los maleficios y las
artes mágicas. Santa Walburga fue canonizada el año 870 y se la celebra esta noche, precisamente para conjurar el peligro de las brujas en una noche que, así se creía y cree en el norte y centro de Europa, los seres del más allá ven las puertas abiertas e irrumpen en nuestro mundo. En la literatura, la Noche de Walburga (también
Walpurgis) aparece como una de las escenas del “Fausto” de Goethe.
Meyrink nos presenta una Praga dividida en dos mundos: el “Hradschin”
y “Praga”. El Hradschin corresponde al distrito más antiguo de la ciudad,
constituyendo un recinto fortificado, una ciudadela, que contiene el Castillo
de Praga, la Catedral de San Vito y otros edificios de mucha solera. El
Hradschin tiene en la novela un simbolismo político muy acusado: es en el
Hradschin donde viven, prácticamente confinados, unos aristócratas anacrónicos
y displicentes que nada quieren tener que ver con el resto de la ciudad. Puede
considerarse a estos personajes como los descendientes de una casta impuesta
por un poder extranjero que, en la compleja historia de Bohemia, correspondería
históricamente al resultado de los avatares históricos y bélicos que hicieron
de Bohemia un dominio de los Habsburgo en 1526. La acción de la novela se dispone en las vísperas de una revolución política y social que va a transgredir el orden vigente, como una erupción volcánica cuyas raíces subterráneas hay que buscarlas en el pasado histórico, pero donde jugarán un papel fundamental fuerzas preternaturales de carácter intemporal.
La novela de Meyrink toca tangencialmente las
vicisitudes de la historia empírica de Bohemia, dando por sentado el conocimiento histórico del lector; lo cual es muy de agradecer por presumirnos su autor un conocimiento exhaustivo de la revolución husita y los multiseculares conflictos religiosos que tuvieron a Praga por escenario, pero es mucho suponer en un lector medio un conocimiento de aquellos disturbios religiosos y esos acontecimientos históricos que convulsionaron aquel reino de Bohemia. El resultado de aludir a estos episodios repercute en el lector en un
incremento de la sensación onírica que produce todo el relato, que de suyo no se atiene a la historia fáctica en el "presente" de la acción, aunque se remite a hechos históricos anteriores en siglos a la acción que se relata. Además de estas
cuestiones, cuyas claves históricas subyacen sin explicitarse, la obra ofrece
una galería de personajes que, como en otras novelas de Meyrink, acusan
una identidad quebradiza en el flujo temporal, son personajes con un “yo” que fluctúa,
a la vez que las cosas inanimadas (como también ocurre en algunos pasajes de
“El Golem” y en otras obras de Meyrink) parecen adquirir por momentos vida propia, asomando un cierto animismo.
La irrupción de temas propiamente ocultistas en la novela tiene lugar: primero, con la creencia chamánica del
“ewli” y el “aweysha” y, después, de un modo mucho más siniestro, esas exóticas
figuras del “ewli” y “aweysha” que acaparan una buena parte de la novela nos conducen hacia el personaje que parece estar detrás de todo lo que sucede, el verdadero protagonista: Lucifer, el ángel caído.
LUCIFER CON MITRA
La caracterización que hace Meyrink de Lucifer en esta
novela que comentamos puede resultar extraña y novedosa, pero se ajusta a
criterios de cierta verosimilitud iconológica y, por su bagaje ocultista, el autor nos
ofrece trazos de una doctrina demonológica que sirven para penetrar en el "significado" que el ángel caído adquiere para la historia de los hombres y las sociedades. De esta manera, Meyrink
arroja luces sobre el papel que Lucifer (el mal) reviste en la historia: he ahí el meollo de la "filosofía de la historia" (de carácter esotérico) que se plasma en esta novela.
Lucifer es el motor de las revoluciones. Sirviéndose de los deseos del ser humano, el ángel que cayó por su rebeldía trastorna el orden vigente, subvirtiéndolo todo. En la novela importan poco las "ideologías" que puedan parecer alentar las revoluciones: se alude al socialismo, se mencionan anarquistas rusos, pero lo que verdaderamente sabe Meyrink es que esas "ideologías" no son sustanciales, la sustancia de la revolución es el pecado: la soberbia, la lujuria, la ambición, la venganza, la envidia. El movimiento político revolucionario no es descrito con lujo de detalles, parece arrancar de una situación de injusticia social y, aunque comienza reivindicando la justicia social, desemboca en la efímera restauración de un trono que está llamado a derrumbarse. Por eso, los pocos críticos que han tratado de interpretar esta novela ven en ella cifrados los acontecimientos de la revolución bolchevique tanto como una especie de anuncio de los que estarían por realizarse con el advenimiento del nacional-socialismo en Alemania.
Lucifer hace su aparición ante varios personajes de la
novela. El primero que se lo encuentra es Thaddäus Flugbeil (alias “Pingüino”),
uno de los habitantes del Hradschin que es el viejo médico de su alteza
imperial. Este médico, en la soledad, se encuentra a Lucifer frente a él, lo identifica y lo
interpela, escuchando el discurso luciferino:
“Al quitarse las gafas [Thaddäus Flugbeil] se encontró a un
hombre ante él, desnudo, tan sólo con un taparrabos en las caderas, de piel
morena, alto de estatura, increíblemente delgado y con una mitra negra, que
lanzaba destellos azulados, sobre la cabeza”.
Más tarde, Liesel de Bohemia, una vieja prostituta, también
le contará a Thaddäus que ha visto a Lucifer de la misma guisa. Y en el
capítulo final, titulado “Los tambores de Lucifer”, Polixena también tendrá
ocasión de verlo mezclado entre las turbas que llevan a cabo la revolución: lo
verá bajo el mismo aspecto, pero pletórico y regocijándose en la orgía de
sangre y crimen de los tumultos revolucionarios.
Es interesante que Meyrink nos haya pintado a Lucifer con
mitra. Para comprender la aparición de una mitra en la cabeza del ángel caído hay
que saber primero que la mitra es el tocado distintivo del orden episcopal. El
primero de los obispos que se la ciñó en su cabeza a modo de corona fue San
Silvestre, Obispo de Roma, cuyo pontificado fue del año 314 al 335. Más tarde
fue ordenado que la mitra fuese usada por todos los obispos de la cristiandad,
mientras que la Tiara parece reservarse en un sentido más estricto para el Obispo de Roma, el Papa. La mitra,
como todos los objetos religiosos, tiene un rico simbolismo: se ha visto
prefigurada en la transfiguración que experimentó Moisés tras recibir las
Tablas de la Ley. La mitra tiene dos cuernos que simbolizan los dos
Testamentos, el Antiguo y el Nuevo, así como los dos preceptos de la caridad:
el amor a Dios y el amor al prójimo que tienen que observar los obispos para el
mejor gobierno de su iglesia particular; las dos cintas que cuelgan de ella se
llaman “vitte” y simbolizan los dos sentidos de la Escritura Sagrada: el
sentido literal y el sentido espiritual, recordándole al obispo que ha de ser
maestro en ambos sentidos. Las cintas cuelgan a la espalda, para enseñarle al obispo que
lo que predica ha de realizarlo con las obras. El obispo suele disponer de dos
mitras: una, la llamada "frigiata" (hecha de piedras preciosas como
símbolo de la caridad, para llevar en las solemnidades y oficiar de pontifical) y la "mitra simple"
que la lleva para otros oficios. Aquí el color es muy
importante, como siempre en el simbolismo, y la mitra se recomienda que sea de
color "blanco", como símbolo de la pureza.
La mitra que lleva Lucifer en “La noche de Walpurga” es de
color negro e irradia destellos azulados. ¿Por qué pinta Meyrink a Lucifer con
una mitra? ¿Se trata de un chiste anticlerical? Ni mucho menos: Meyrink no
desliza aquí ninguna irreverencia anticlerical, pues sabe que desde los inicios
del cristianismo, el obispo es llamado “ángel” por la Iglesia. Para el profano,
los “ángeles” corresponden a seres creados espirituales, inteligencias puras, representadas
de muchas formas, pero dominando la iconografía que los hace alados. Sin
embargo, en el mismo Apocalipsis encontramos que los cristícolas se
referían a sus obispos como “ángeles”. Dionisio Areopagita nos dice: “…no veo
inconveniente alguno en que las Escrituras llamen “ángel” incluso a nuestro
jerarca (obispo). Tiene la propiedad de ser, dentro de lo posible, como los
ángeles, un mensajero. Tiene, además, la misión de imitar, según sus
posibilidades, el poder revelador de los ángeles” (“La Jerarquía Celeste”).
Dionisio Areopagita sabía que “los órdenes inferiores no
tienen la plenitud ni poder completo correspondiente a los superiores. Pero
participan proporcionalmente en el poder de aquéllos como parte de la
armoniosa, universal y equitativa comunión en que todos se entrelazan”. A los
órdenes inferiores de la iglesia terrenal (visible y militante) no les es
concedida la plenitud, pero participan proporcionalmente en el poder de las
jerarquías celestiales. Si la mitra es uno de los objetos identificativos de la
jerarquía eclesiástica (ciencia, actividad y perfección divinamente inspirada y
estructurada) y un obispo es un "ángel", entenderemos que no es un despropósito figurarse (como hace Meyrink) que el ángel
caído Lucifer, de incursión por la tierra, adopte la mitra en su visibilización, fiel a su entidad
angélica: esta entidad, al ser invertida, encuentra en la negritud de su mitra todo el aspecto siniestro, mientras que los destellos “azules”,
en consideración al simbolismo del color “azul”, subrayan este aspecto en la línea de la
noche (el azul está relacionado con la noche y la inteligencia), insinuándonos el aspecto de la inteligencia angelical luciférica, por más depravada que ésta inteligencia sea
en Lucifer.
En la novela de Meyrink tenemos uno de esos discursos
atribuidos a Lucifer, como el famoso que Goethe pone en boca de Mefistófeles.
El Lucifer de Meyrink nos revela que se entiende a sí mismo, en su soberbia,
como “el dios en cuyas manos ponen los hombres sus deseos” y el taparrabos con
el que se cubre las partes genitales, el mismo Lucifer nos dice que lo lleva
por ser, de entre todos los “dioses” el único sexuado. Los deseos están
asociados a la sexualidad: “La raíz más profunda e incomprensible de todo deseo
descansa siempre en el sexo, aun cuando el retoño, el deseo despierto, no tenga
aparentemente nada que ver con la sexualidad” -dice el personaje infernal.
Lucifer no reviste la condición de tentador mostrenco, sino
que más bien se presenta como cumplidor de deseos: como Mefistófeles con
Fausto, Lucifer está siempre dispuesto a cumplir los deseos de quienes viven
dominados por el deseo. Para ello se sirve de la disociación entre el alma y el
cuerpo de cada hombre: lo que el demonio cumple es el deseo implícito del alma
del interesado, aunque el cuerpo pida explícitamente lo contrario. Los
resultados, según se desprende de la novela de Meyrink, son espantosos,
constituyendo así la médula de la filosofía de la historia que contiene “La
noche de Walburga”.
La conclusión queda subyacente. Para evitar el drama
histórico la humanidad debería suprimir los deseos o ser capaz (algo que no
está al alcance de todos) de conciliar el deseo del alma con el deseo corporal,
sin ruptura. Por otros caminos, Meyrink ha llegado a una conclusión que sí
puede compartir el cristiano: es la “Puerta del Mediodía” en la teología
mística de fray Juan de los Ángeles (1536-1609): “La puerta del Mediodía es la
abnegación de la propia voluntad, porque nunca queda tan clara y resplandeciente
el alma como cuando se niega y desampara a sí misma y nada le queda de propia
voluntad”, pues “Con toda verdad te sé decir que nunca gocé de mi propia
voluntad hasta que por Dios la negué, porque en Él se cobra mejorado lo que por
Él se pierde o renuncia” (“Diálogos de la conquista del Reino de Dios”, fray
Juan de los Ángeles).
Para poder escapar de la destrucción luciferina hay que
escapar del torbellino de los deseos.
NOTA BENE:
"Walpurgis Nacht" de Gustav Meyrink está traducida al español por Pedro Gálvez, bajo el título de "La noche de Walburga", publicada en Bruguera, Barcelona, 1983.