martes, 12 de enero de 2016

TRIBULACIONES DEL CARLISMO EN CAMINO A SU REINTEGRACIÓN



 
 

Publicado originalmente en versión impresa en la revista NIHIL OBSTAT, pasado un tiempo conveniente, publicamos en dos partes un extenso artículo sobre carlismo.
 

TRIBULACIONES DEL CARLISMO EN CAMINO A SU REINTEGRACIÓN (1ª Parte)



Por Manuel Fernández Espinosa

 

El carlismo es la más veterana de las organizaciones políticas españolas. Con casi dos siglos de Historia, desde 1833 en que levantó la cabeza hasta hoy y, a pesar de todas las vicisitudes por las que ha pasado España, todavía perdura. Le vamos a llamar "carlismo", pues como fenómeno político histórico es como todos sabremos de lo que estamos hablando, pero también queremos dejar claro que algunos prefieren llamarle tradicionalismo español. En torno a él sus enemigos han ido creando una serie de errores para desfigurarlo e impedir su mejor comprensión. Vamos a presentar y comentar sucintamente tres de los errores más pertinaces que se repiten hasta el hartazgo sobre el carlismo, pues con ello podremos despejar un poco todo lo que embarulla un tanto nuestro asunto y de ese modo saber mejor lo que es el carlismo. Para ello vamos a enunciar esos tres errores, negándolos uno por uno.

EL CARLISMO NO FUE UNA SIMPLE CUESTIÓN DINÁSTICA, SINO QUE FUE UNA CUESTIÓN POLÍTICA POR DEBAJO Y POR ENCIMA DEL CONFLICTO SUCESORIO

Debido al conflicto sucesorio que dio lugar a la emergencia del carlismo, se supone vulgarmente que el carlismo no era más que una cuestión dinástica. Craso error que indica una notable ramplonería, en tanto que desatiende el meollo del asunto.

Es inconcebible que el carlismo haya llegado al siglo XXI por obra y gracia de una pugna dinástica de la primera mitad del siglo XIX. Si fuese un pleito sucesorio no hubiera sobrevivido a los personajes históricos que lo protagonizaron con sus camarillas. Es cierto que, claro está, la pretensión de Carlos María Isidro de Borbón a suceder en el Trono tras la muerte de su hermano Fernando VII fue el pretexto que polarizó a los españoles en dos bandos, dando lugar a la Primera Guerra Carlista (Guerra de los Siete Años).

La cuestión, antes de estallar la conflagración era en un principio un problema jurídico. Hasta la llegada de los Borbones a España, la sucesión al Trono se regía por la Partida Segunda, Ley II, título XV, por la cual podían ser coronados lo mismo los varones que, en su defecto, las hembras de la misma rama familiar. Felipe V alteró ese orden de sucesión en 1713 con el "auto acordado", implantando una ley semi-sálica. En 1789, con Carlos IV, se revoca el "auto acordado" de 1713, restableciendo el orden tradicional hispánico que permitía a las mujeres ser reinas de España, pero la llamada Pragmática Sanción no se publicó. En 1830 estaba vigente, por lo tanto, la ley semisálica de Felipe V, pero una vez que se conoce que la cuarta mujer de Fernando VII, María Cristina de Borbón está encinta, Fernando VII publica, el 29 de marzo de 1830, la Pragmática Sanción, lo que supuso una jugada a través de la cual el rey felón se anticipa a cualquier movimiento de su hermano Carlos María Isidro y sus partidarios, garantizando así el Trono a su descendiente, naciera ésta niña o niño. Carlos María Isidro de Borbón no se quejó de ello en ese momento. En 1832, la salud de Fernando VII se agrava y se acuerda conceder a María Cristina la regencia que firma su cónyuge. D. Carlos María Isidro se entrevista con el ministro Alcudia y empiezan a pensar que es necesario impugnar la Pragmática Sanción, restableciendo la ley semi-sálica que le asegure suceder a su hermano Fernando. Y se consigue, pues Alcudia logra que Fernando VII firme la derogación de la Pragmática Sanción, mediante el real decreto llamado "El Codicilio", restableciéndose la ley semi-sálica que afianza a Carlos María Isidro como sucesor de Fernando VII, a la vez que obturaba a Isabel el paso al Trono. La infanta Luisa Carlota, de reconocidas simpatías liberales, lograba semanas después que Fernando VII derogara "El Codicilio", restableciendo otra vez los derechos al Trono para la niña Isabel. Esto significaba que nuevamente, en virtud de la Pragmática Sanción, se le impedía a Carlos María Isidro ser rey de España.

Durante el año 1833 los partidarios de Carlos María Isidro se agitan, se van organizando, lanzan proclamas y se va creando el carlismo. No se trataba de una facción palaciega: en Carlos María Isidro los más adictos al absolutismo depositaban sus esperanzas para librar a España del peligro que veían planear sobre ella: el retorno de los odiados liberales. Carlos María Isidro era Jefe del Ejército Español, pero también era el mando supremo de un ejército contrarrevolucionario que se había organizado tras el Trienio Negro Liberal, en el año 1823: el de los Voluntarios Realistas. Los Voluntarios Realistas formaban toda una organización paramilitar establecida en todos los pueblos de España, formada por hombres de todas las clases sociales (incluso había gitanos), padres de familia de reconocida y probada devoción al Rey. Esta organización llevaba diez años persiguiendo a los agitadores y propagandistas revolucionarios que, a través de sus sociedades secretas (masonería, carbonarios, etcétera) seguían actuando en la clandestinidad, conspirando con ayuda extranjera, sobre todo británica. Una de las medidas cautelares adoptadas por la camarilla de María Cristina fue desactivar a los Voluntarios Realistas, como nos revela Juan Antonio Zariategui: "no se atrevió [María Cristina] a adoptar medidas rigurosas para combatir el sentido moral de los voluntarios realistas, y menos a manifestarse abiertamente hostil a las grandes masas, pero comenzó a desarmar subrepticia y parcialmente aquellos cuerpos en los lugares retirados y de corto vecindario".

El problema, como podemos ver, no era sólo una compleja cuestión jurídica, sino que sobre ella se montaba un problema político más simple (y, a la vez, más perenne): contrarrevolución tradicional contra revolución liberal. No se trataba de un bando que porfiaba en que no reinara una mujer, sino que lo que estaba en juego era, tal y como temían los partidarios de Carlos María Isidro, que tras la muerte de Fernando VII, su viuda María Cristina y su hija Isabel cayeran bajo el poder de camarillas liberales. Y lamentablemente los pronósticos de los afectos a Carlos María Isidro se cumplieron, pues, a la postre, eso fue lo que ocurrió: que María Cristina e Isabel quedaron a merced de los liberales que se auparon en el poder y, sirviéndose del pretexto de defender a una viuda y a una niña, lo que realizaron fue una revolución (modernización en el peor de sus sentidos) desde las instituciones.

En el partido de Carlos María Isidro se congregaban, desde el punto de vista ideológico, dos familias: la de los "apostólicos" ("absolutistas puros", también llamados "realistas exaltados") y la de los "absolutistas moderados" que, a su vez podían distinguirse entre ellos: los "teóricos" y los "transaccionistas militares". Sociológicamente, entre los "apostólicos" predominaban los clericales que abogaban por la restauración de la Santa Inquisición, mientras en el sector de los "absolutistas moderados" había miembros de la alta nobleza, grandes terratenientes y oficiales con una larga experiencia militar que podía remontarse a la Guerra de la Independencia; muchos de ellos también habían tenido ocasión de combatir a la revolución durante el Trienio Constitucional de 1820-1823 formando en partidas guerrilleras y acompañando a los Cien Mil Hijos de San Luis.

EL CARLISMO NO FUE UN FENÓMENO RESTRINGIDO A CIERTAS ZONAS SEPTENTRIONALES DE ESPAÑA, SINO QUE FUE UN FENÓMENO QUE AFECTÓ A LA TOTALIDAD DE ESPAÑA

Otra de las mentiras que se han impuesto sobre el carlismo es presentarlo como un fenómeno arrinconado en las Provincias Vascongadas, Navarra, Cataluña y comarcas muy concretas de Valencia. De ese modo se distorsiona la realidad histórica, haciendo creer que el territorio bajo control cristino-isabelino-liberal era afecto sin fisuras a María Cristina, a Isabel y a sus gobiernos liberales. Se ha fabricado así el mito de una España constitucionalista y progresista que, a excepción del territorio en que rampaban los carlistas, defendía a Isabel unánimemente y, con esa militancia virtual se hace creer que la mayor parte de los españoles eran en masa partidarios de los gobiernos liberales en su faceta morigerada (moderados) o más radical (progresistas). Desde las Cortes de Cádiz y su Constitución de 1812, la minoría liberal (apadrinada por Gran Bretaña) había creado una fractura en la sociedad española. Así lo patentiza "El Manifiesto de los Persas" presentado a Fernando VII en 1814 a su retorno: la inmensa mayoría de españoles rechazaba las innovaciones constitucionalistas que habían ensayado los liberales y su claque. Por eso, en 1823, las tropas del Duque de Angulema que vinieron a derrocar al gobierno golpista instaurado en 1820 por Rafael del Riego y sus compinches, no encontraron apenas resistencia, sino que los pueblos aprovechaban para alzarse contra sus ayuntamientos constitucionales, destruyendo las lápidas constitucionales y tomándose la revancha por tres años de opresión. No faltaron partidas de guerrilleros realistas durante todo el Trienio Liberal en toda España. El fenómeno del carlismo no puede entenderse como algo reducido a las regiones norteñas más arriba mencionadas: todo el territorio nacional era campo carlista abonado con décadas de antelación, pues -como llevamos dicho- el conflicto no sólo era de índole jurídica, sino que entrojaba una cuestión política que ahondaba en la división producida en la sociedad española desde la Guerra de la Independencia, con las Cortes de Cádiz y el enfrentamiento durante décadas de una inmensa mayoría del pueblo contra una minoría elitista que pugnaba por imponer innovaciones modernas, destruyendo el tejido orgánico de la comunidad y sus venerables tradiciones.

Es cierto que, con el inicio de la Guerra de los Siete Años, los leales a Carlos María Isidro, por razones geográficas y militares, se concentrarán en ciertas zonas vasconas, catalanas y valencianas y en estas tierras el conflicto se recrudecería, suponiendo un altísimo coste en vidas y haciendas para las poblaciones autóctonas de esos territorios, los más afectados. En ese sentido fue un acierto político que hay que atribuir a Valentín Verástegui que muy pronto, nada más iniciada la guerra, el carlismo alzara la bandera del foralismo, expresando en una proclama que: "han abolido nuestros fueros y libertades", lo cual movilizó a los vascos y navarros. Carlos María Isidro refrendaría el foralismo de sus bases sociales en marzo de 1834, con el "Manifiesto a los aragoneses" y esta tendencia foralista fue también la que allegó a las filas carlistas a los aragoneses y a otros pueblos españoles. El Trilema carlista originario que había sido el de "Dios, Patria y Rey" se convertía así en Cuatrilema: "Dios, Patria, Fueros y Rey".

No obstante, la presión gubernamental, sus superiores recursos, el auxilio que recibió de Inglaterra y Francia, condujo al carlismo armado y sublevado al aislamiento territorial; confinado a esas zonas, algunos mandos carlistas concibieron como panacea de su situación de bloqueo la toma de Bilbao, en la creencia de que tomando la plaza, el carlismo podría recibir mayores socorros exteriores, municionándose y abasteciéndose a través del puerto bilbaíno; en la tercera guerra carlista volvería a reeditarse un segundo y tremendo Sitio de Bilbao (que Unamuno recrearía magistralmente en su novela "Paz en la guerra"). Esa figurada insularidad del carlismo también empujó a algunos dirigentes carlistas a adentrarse en territorio dominado por el gobierno cristino: así las cuatro expediciones de Basilio García (1834, 1835, 1836 y 1837-1838), la de Guergué en 1835, la Expedición Gómez (1836), la de Zariategui (1837), la Expedición Real (1837) y la de Negri (1839).

En ese sentido la Expedición Gómez fue paradigmática. Enviada a Galicia, recorriendo la cornisa cantábrica, con el propósito de sublevar al norte, el andaluz General Miguel Sancho Gómez Damas emprenderá una incursión que recorrerá, de norte a sur y de sur a norte, toda España. Mucho después, en el exilio bordelés, Gómez escribirá estas palabras: "Muy lisonjero es sin duda oír que se atribuye este fenómeno a mi capacidad militar; pero no me ciega el amor propio hasta el punto de no conocer que esta explicación es una nueva red tendida por el liberalismo. Quisiera ésta dar una idea falsa de la verdadera conclusión de la historia de mi correría, la cual debe parecer, en efecto, una novela o una especie de milagro para todos los que intenten explicarla por las simples reglas de la estrategia. No, no es mi habilidad, ni tampoco a la inacción ni a la ignorancia de los generales enemigos, a quienes debe atribuirse la felicidad de mis marchas, sino principalmente a aquella benevolencia oficiosa, que adivina las necesidades de un amigo, y vuela para socorrerle...".

Y Gómez aclara, más abajo de este párrafo que reproduzco, que los pueblos sometidos por el despotismo liberal se alzaban en armas cuando tenían noticia de la proximidad de las tropas que él lideraba, lo mejor de España hubiera secundado a la Causa, pero Gómez era consciente de que, perseguido por tropas superiores y mejor pertrechadas que las suyas, no podía detenerse ni hacerse fuerte en ningún sitio, por lo que recomendaba a esos españoles que en los pueblos se querían adherir a él que reconsideraran su intención y quedasen en la vivienda tranquila, para evitar que estas poblaciones fuesen represaliadas por las tropas gubernamentales, pues, como él mismo escribió: "...yo sabía muy bien que al cabo de algunas horas, el enemigo hubiera correspondido a ellas con el incendio y la muerte". Lo que da la idea de que, aunque en toda España el carlismo gozaba de simpatías, enjambrar España con el sagrado fuego de la sublevación se mostró como "un quiero y no puedo", debido al férreo control de los resortes gubernamentales de la España oficial y, digámoslo también, con medidas drásticas e inhumanas de represión liberal: baste recordar el fusilamiento de la madre de Ramón Cabrera.

Cae así el mito de que el carlismo fue un fenómeno restringido a determinadas zonas septentrionales. Y esto no fue solo cosa de la Primera Guerra Carlista, se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX. La España que quedó bajo dominio liberal no se levantó en armas, pero el carlismo se mantuvo en latencia. El testimonio del General Gómez es elocuente: las ciudades tomadas por los carlistas, aunque fuera por unos días, no solo contribuían por la fuerza de las armas al socorro de las tropas conquistadoras, sino que gran parte del vecindario se creía liberada, muchos se incorporaban a las mesnadas carlistas y otros se señalaban públicamente -a veces con graves consecuencias posteriores, como las que cuenta aquel posadero cordobés a George Borrow: "Cierto que mi hijo mayor era fraile, y cuando la supresión de los conventos se refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más de tres años. ¿Podía yo evitarlo?” –le confesaba el posadero cordobés al viajero inglés, y seguía diciéndole: “Tampoco tengo yo la culpa de que mi segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en Córdoba". En la España cristina abundaron las palizas, las revanchas y los atentados contra las familias reputadas de carlistas, la confiscación de bienes: este terror era impuesto por los más acérrimos liberales que estaban encuadrados en la Milicia Nacional.

Aunque sofocado por el terror gubernamental en la mayor parte del territorio nacional, el carlismo permaneció oculto en la España isabelina. Y uno de los instrumentos más aptos que tuvo el carlismo fue su periódico "La Esperanza" que, desde 1844 a 1874, era recibido en hogares de toda España, del que se decía que: "En los pueblos se lee el periódico en familia, y en las discusiones orales, La Esperanza decide de plano la controversia: "Lo dice la Esperanza"." Esta cabecera carlista de gran prestigio mantuvo unidos en comunión a los carlistas del interior y a los del exterior que vivían en el exilio. Contaba con suscriptores en toda España y en las ciudades extranjeras en que se habían asentado las colonias de carlistas exiliados tras el Convenio de Vergara. Es muy recomendable, para ello, el libro de Esperanza Carpizo Bergareche: "La Esperanza carlista (1844-1874)".

La imagen de una España mayoritariamente partidaria del constitucionalismo y amenazada por una minoría reaccionaria, católica, inquisitorial, monárquico-absolutista, lastrada por un oscurantismo primitivo, es una engañifa más de las que se han construido en nuestra historiografía nacional y, con afán digno de mejor causa, en el decurso de la transición democrática reciente. Podemos decir que más bien era todo lo contrario: fue una minoría elitista y extranjerizada -la liberal- la que impuso mediante su poder brutal la revolución burguesa en un país refractario a novedades. La historia del liberalismo español que se ha oficializado se muestra como una colosal patraña a la luz de las carnicerías perpetradas por los generales liberales; recuérdese el inhumano fusilamiento de la madre de Ramón Cabrera –vuelvo a repetir-, pero no se olvide tampoco la represión ejecutada por Espoz y Mina (en 1823) de los pueblos catalanes de Castellfullit de la Roca y Sant Llorenç de Morunys en Lérida, cuando el tirano liberal podía escribir: "Orden general. La cuarta división del ejército de operaciones del séptimo distrito militar borrará del gran mapa de las Españas al nombrado y por índole faccioso y rebelde pueblo de San Llorens de Morunis (alias Piteus), a cuyo fin será saqueado y entregado a las llamas".

EL CARLISMO NO FUE UN FENÓMENO LIMITADO A UNAS ELITES TRADICIONALES (CLERO, ARISTOCRACIA...), SINO QUE FUE UN FENÓMENO TRANSVERSAL SOCIOLÓGICAMENTE.

Otra de las engañifas que han prevalecido es la que presenta el carlismo como reducto de las minorías poderosas, mientras que sus adversarios eran -según se nos pinta- los representantes de las libertades y del espíritu popular. Otra vez, el mito liberal se estrella contra los hechos históricos, mostrando su fraudulencia intelectual. El carlismo más temprano congregó, lo hemos dicho más arriba, a varias familias ideológicas. En ellas había, en efecto, una gran presencia clerical como era de esperar en tanto que el carlismo concentró a los sectores más tradicionales de la sociedad española. Los "apostólicos" fueron los más entusiastas partidarios del carlismo, pero también es cierto, como apunta Revuelta González, que "Aunque en el carlismo militaban representantes de todas las clases sociales, la colaboración de algunos sacerdotes y religiosos en el levantamiento fue inmediatamente resaltada como un escándalo abominable. Una campaña tan hábil como interesada extendió a través de la prensa en la opinión pública la idea de que lo mismo era ser fraile que carlista".

Esta propaganda instigada por el gobierno liberal, así como el pretexto de los esfuerzos de guerra contra los "facciosos" carlistas, sirvió de excusa para asestar uno de los más grandes golpes a la Iglesia católica española con la exclaustración de religiosos y la Desamortización perpetrada por Álvarez Mendizábal, esta desamortización, como las posteriores, trajo consigo el enriquecimiento de la minoría burguesa y el consecuente deterioro de las condiciones económicas para gran parte del pueblo español. La persecución implacable de los religiosos alzó la cabeza temprano; en 1834 se cometió una tremenda matanza de frailes en Madrid ante la condescendencia de las autoridades, algo que se repetiría un siglo después con la II República Española: mientras los conventos eran asaltados, los religiosos asesinados y se incendiaban los cenobios, las autoridades liberales seguían pidiendo ciega obediencia y lealtad a los católicos. Es comprensible que la Iglesia, hostigada como no lo había sido desde la ocupación napoleónica, cerrara filas con el carlismo, como más tarde en el siglo XX se la vio adherirse en su gran parte al franquismo.

Pero el carlismo no solo eran curas y frailes exclaustrados: aquí ese icono que se repite hasta la saciedad del "cura trabucaire" (el Cura Merino en la I Guerra Carlista o el Cura Santa Cruz en la III Guerra Carlista). En el carlismo había una gran presencia de la nobleza más linajuda y provinciana que permanecía apegada a las tradiciones hispánicas, como había también militares profesionales que habían hecho su carrera en la Guerra de la Independencia y en los sucesivos conflictos que se habían suscitado en España: Zumalacárregui, Gómez Damas, etcétera.

Pero la extracción social de los carlistas no quedaba reducida a los estamentos privilegiados en el Antiguo Régimen. En Cataluña, en Vascongadas, en Navarra, en Valencia, en Castilla, en Galicia, en Asturias, en Extremadura, en Andalucía… En toda España, el grueso de los voluntarios carlistas eran hombres del llamado "estado llano". Aunque eso sí, la mayoría de carlistas salió de la España profunda y rural. Por eso Unamuno, poco sospechoso de carlista, pudo escribir en "Paz en la guerra" que la guerra carlista fue "la querella entre la villa y el monte, la lucha entre el labrador y el mercader", naciendo el carlismo "contra la gavilla de cínicos e infames especuladores, mercaderes impúdicos, tiranuelos del lugar, polizontes vendidos que, como sapos, se hinchaban en la inmunda laguna de la expropiación de los bienes de la iglesia [contra] los mismos que les prestaban dinero al 30 por ciento, los que les dejaron sin montes, sin dehesas, sin hornos y hasta sin fraguas: los que se hicieron ricos y burócratas". El fenómeno del carlismo fue más popular de lo que el español desinformado por la historia oficialista puede imaginar.

Por si eso fuese poco, el incipiente proletariado -incluso tras haberse alineado con la I Internacional- tampoco permaneció ajeno al carlismo. Melchor Ferrer cuenta que: "Carlos VII recibió ciertas proposiciones de un Comité Republicano Universal, que estaba formado en su mayor parte por italianos y que radicaba en Londres". Faltó poco para que la masa de obreros de la Internacional pasara con armas y bagajes a las filas de Carlos VII en la III Guerra Carlista. Según Joaquín Bolós Saderra, Alsina -uno de los fundadores de la Internacional en España- ofreció 6.000 obreros a la Causa carlista. Alsina estaba a favor de sumarse con sus obreros a los carlistas en la lucha por entronizar a Carlos VII, a condición de que el pretendiente se comprometiera a proteger a la clase obrera. Carlos VII aceptó. Por desgracia no pudo resolverse nada, cosa que Bolós atribuye a la acción de la masonería: "las logias se enteraron de tales maniobras y las hiceron fracasar".
 

1 comentario:

  1. Creo sinceramente, que el Carlismo y sobretodo el más férreo defensor del Tradicionalismo en este país, se equivocaron hace ya mucho tiempo de enemigo.

    Vieron fantasmas donde no había una amenaza realmente sólida.

    Me refiero a que gastaron todo su odio, toda su energía, toda su sabiduría en combatir las ideas que venían del “socialismo del Este” y cuando despertaron en la nueva Europa del capital el mundo antiguo de su moral y su religiosidad fue desapareciendo a pasos agigantados.

    Confundir el socialismo (o incluso el Marxismo-leninismo) con el ultraliberalismo globalizador “made in Hollywood” es peligroso para defender los orígenes, costumbres y tradiciones.

    El enemigo estaba hace tiempo agazapado en “el Oeste” y en las modas y tendencias que transmitía a nuestros jóvenes.

    No sé por qué, pero los Carlistas JORNALEROS del XIX que se echaron al monte ya intuían que sus raíces peligraban.
    Los del XX no se enteraron de la misa a la media (y así les fue) antes, durante y después de la dictadura.

    Mundo superficial Post-Moderno 1
    Mundo antiguo y moral 0
    Que pena.

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