Publicado originalmente en versión impresa en la revista NIHIL OBSTAT, pasado un tiempo conveniente, publicamos en dos partes un extenso artículo sobre carlismo.
TRIBULACIONES DEL CARLISMO EN CAMINO A SU REINTEGRACIÓN (1ª Parte)
Por Manuel Fernández Espinosa
El carlismo es la más veterana de las organizaciones
políticas españolas. Con casi dos siglos de Historia, desde 1833 en que levantó
la cabeza hasta hoy y, a pesar de todas las vicisitudes por las que ha pasado
España, todavía perdura. Le vamos a llamar "carlismo", pues como
fenómeno político histórico es como todos sabremos de lo que estamos hablando,
pero también queremos dejar claro que algunos prefieren llamarle tradicionalismo
español. En torno a él sus enemigos han ido creando una serie de errores para
desfigurarlo e impedir su mejor comprensión. Vamos a presentar y comentar
sucintamente tres de los errores más pertinaces que se repiten hasta el
hartazgo sobre el carlismo, pues con ello podremos despejar un poco todo lo que
embarulla un tanto nuestro asunto y de ese modo saber mejor lo que es el
carlismo. Para ello vamos a enunciar esos tres errores, negándolos uno por uno.
EL
CARLISMO NO FUE UNA SIMPLE CUESTIÓN DINÁSTICA, SINO QUE FUE UNA CUESTIÓN
POLÍTICA POR DEBAJO Y POR ENCIMA DEL CONFLICTO SUCESORIO
Debido al conflicto sucesorio que dio lugar a la
emergencia del carlismo, se supone vulgarmente que el carlismo no era más que
una cuestión dinástica. Craso error que indica una notable ramplonería, en
tanto que desatiende el meollo del asunto.
Es inconcebible que el carlismo haya llegado al
siglo XXI por obra y gracia de una pugna dinástica de la primera mitad del
siglo XIX. Si fuese un pleito sucesorio no hubiera sobrevivido a los personajes
históricos que lo protagonizaron con sus camarillas. Es cierto que, claro está,
la pretensión de Carlos María Isidro de Borbón a suceder en el Trono tras la
muerte de su hermano Fernando VII fue el pretexto que polarizó a los españoles
en dos bandos, dando lugar a la Primera Guerra Carlista (Guerra de los Siete
Años).
La cuestión, antes de estallar la conflagración
era en un principio un problema jurídico. Hasta la llegada de los Borbones a
España, la sucesión al Trono se regía por la Partida Segunda, Ley II, título
XV, por la cual podían ser coronados lo mismo los varones que, en su defecto,
las hembras de la misma rama familiar. Felipe V alteró ese orden de sucesión en
1713 con el "auto acordado", implantando una ley semi-sálica. En
1789, con Carlos IV, se revoca el "auto acordado" de 1713,
restableciendo el orden tradicional hispánico que permitía a las mujeres ser
reinas de España, pero la llamada Pragmática Sanción no se publicó. En 1830
estaba vigente, por lo tanto, la ley semisálica de Felipe V, pero una vez que
se conoce que la cuarta mujer de Fernando VII, María Cristina de Borbón está
encinta, Fernando VII publica, el 29 de marzo de 1830, la Pragmática Sanción, lo
que supuso una jugada a través de la cual el rey felón se anticipa a cualquier
movimiento de su hermano Carlos María Isidro y sus partidarios, garantizando
así el Trono a su descendiente, naciera ésta niña o niño. Carlos María Isidro
de Borbón no se quejó de ello en ese momento. En 1832, la salud de Fernando VII
se agrava y se acuerda conceder a María Cristina la regencia que firma su
cónyuge. D. Carlos María Isidro se entrevista con el ministro Alcudia y
empiezan a pensar que es necesario impugnar la Pragmática Sanción,
restableciendo la ley semi-sálica que le asegure suceder a su hermano Fernando.
Y se consigue, pues Alcudia logra que Fernando VII firme la derogación de la
Pragmática Sanción, mediante el real decreto llamado "El Codicilio",
restableciéndose la ley semi-sálica que afianza a Carlos María Isidro como
sucesor de Fernando VII, a la vez que obturaba a Isabel el paso al Trono. La
infanta Luisa Carlota, de reconocidas simpatías liberales, lograba semanas
después que Fernando VII derogara "El Codicilio", restableciendo otra
vez los derechos al Trono para la niña Isabel. Esto significaba que nuevamente,
en virtud de la Pragmática Sanción, se le impedía a Carlos María Isidro ser rey
de España.
Durante el año 1833 los partidarios de Carlos
María Isidro se agitan, se van organizando, lanzan proclamas y se va creando el
carlismo. No se trataba de una facción palaciega: en Carlos María Isidro los
más adictos al absolutismo depositaban sus esperanzas para librar a España del
peligro que veían planear sobre ella: el retorno de los odiados liberales.
Carlos María Isidro era Jefe del Ejército Español, pero también era el mando
supremo de un ejército contrarrevolucionario que se había organizado tras el
Trienio Negro Liberal, en el año 1823: el de los Voluntarios Realistas. Los
Voluntarios Realistas formaban toda una organización paramilitar establecida en
todos los pueblos de España, formada por hombres de todas las clases sociales
(incluso había gitanos), padres de familia de reconocida y probada devoción al
Rey. Esta organización llevaba diez años persiguiendo a los agitadores y
propagandistas revolucionarios que, a través de sus sociedades secretas
(masonería, carbonarios, etcétera) seguían actuando en la clandestinidad,
conspirando con ayuda extranjera, sobre todo británica. Una de las medidas
cautelares adoptadas por la camarilla de María Cristina fue desactivar a los
Voluntarios Realistas, como nos revela Juan Antonio Zariategui: "no se
atrevió [María Cristina] a adoptar medidas rigurosas para combatir el sentido
moral de los voluntarios realistas, y menos a manifestarse abiertamente hostil
a las grandes masas, pero comenzó a desarmar subrepticia y parcialmente
aquellos cuerpos en los lugares retirados y de corto vecindario".
El problema, como podemos ver, no era sólo una
compleja cuestión jurídica, sino que sobre ella se montaba un problema político
más simple (y, a la vez, más perenne): contrarrevolución tradicional contra
revolución liberal. No se trataba de un bando que porfiaba en que no reinara
una mujer, sino que lo que estaba en juego era, tal y como temían los
partidarios de Carlos María Isidro, que tras la muerte de Fernando VII, su
viuda María Cristina y su hija Isabel cayeran bajo el poder de camarillas
liberales. Y lamentablemente los pronósticos de los afectos a Carlos María
Isidro se cumplieron, pues, a la postre, eso fue lo que ocurrió: que María
Cristina e Isabel quedaron a merced de los liberales que se auparon en el poder
y, sirviéndose del pretexto de defender a una viuda y a una niña, lo que
realizaron fue una revolución (modernización en el peor de sus sentidos) desde
las instituciones.
En el partido de Carlos María Isidro se
congregaban, desde el punto de vista ideológico, dos familias: la de los
"apostólicos" ("absolutistas puros", también llamados
"realistas exaltados") y la de los "absolutistas moderados"
que, a su vez podían distinguirse entre ellos: los "teóricos" y los
"transaccionistas militares". Sociológicamente, entre los
"apostólicos" predominaban los clericales que abogaban por la
restauración de la Santa Inquisición, mientras en el sector de los "absolutistas
moderados" había miembros de la alta nobleza, grandes terratenientes y
oficiales con una larga experiencia militar que podía remontarse a la Guerra de
la Independencia; muchos de ellos también habían tenido ocasión de combatir a la
revolución durante el Trienio Constitucional de 1820-1823 formando en partidas
guerrilleras y acompañando a los Cien Mil Hijos de San Luis.
EL
CARLISMO NO FUE UN FENÓMENO RESTRINGIDO A CIERTAS ZONAS SEPTENTRIONALES DE ESPAÑA,
SINO QUE FUE UN FENÓMENO QUE AFECTÓ A LA TOTALIDAD DE ESPAÑA
Otra de las mentiras que se han impuesto sobre el
carlismo es presentarlo como un fenómeno arrinconado en las Provincias
Vascongadas, Navarra, Cataluña y comarcas muy concretas de Valencia. De ese
modo se distorsiona la realidad histórica, haciendo creer que el territorio
bajo control cristino-isabelino-liberal era afecto sin fisuras a María
Cristina, a Isabel y a sus gobiernos liberales. Se ha fabricado así el mito de
una España constitucionalista y progresista que, a excepción del territorio en
que rampaban los carlistas, defendía a Isabel unánimemente y, con esa
militancia virtual se hace creer que la mayor parte de los españoles eran en
masa partidarios de los gobiernos liberales en su faceta morigerada (moderados)
o más radical (progresistas). Desde las Cortes de Cádiz y su Constitución de
1812, la minoría liberal (apadrinada por Gran Bretaña) había creado una
fractura en la sociedad española. Así lo patentiza "El Manifiesto de los
Persas" presentado a Fernando VII en 1814 a su retorno: la inmensa mayoría
de españoles rechazaba las innovaciones constitucionalistas que habían ensayado
los liberales y su claque. Por eso, en 1823, las tropas del Duque de Angulema
que vinieron a derrocar al gobierno golpista instaurado en 1820 por Rafael del
Riego y sus compinches, no encontraron apenas resistencia, sino que los pueblos
aprovechaban para alzarse contra sus ayuntamientos constitucionales,
destruyendo las lápidas constitucionales y tomándose la revancha por tres años
de opresión. No faltaron partidas de guerrilleros realistas durante todo el
Trienio Liberal en toda España. El fenómeno del carlismo no puede entenderse
como algo reducido a las regiones norteñas más arriba mencionadas: todo el
territorio nacional era campo carlista abonado con décadas de antelación, pues
-como llevamos dicho- el conflicto no sólo era de índole jurídica, sino que
entrojaba una cuestión política que ahondaba en la división producida en la
sociedad española desde la Guerra de la Independencia, con las Cortes de Cádiz
y el enfrentamiento durante décadas de una inmensa mayoría del pueblo contra
una minoría elitista que pugnaba por imponer innovaciones modernas, destruyendo
el tejido orgánico de la comunidad y sus venerables tradiciones.
Es cierto que, con el inicio de la Guerra de los
Siete Años, los leales a Carlos María Isidro, por razones geográficas y
militares, se concentrarán en ciertas zonas vasconas, catalanas y valencianas y
en estas tierras el conflicto se recrudecería, suponiendo un altísimo coste en
vidas y haciendas para las poblaciones autóctonas de esos territorios, los más
afectados. En ese sentido fue un acierto político que hay que atribuir a
Valentín Verástegui que muy pronto, nada más iniciada la guerra, el carlismo
alzara la bandera del foralismo, expresando en una proclama que: "han
abolido nuestros fueros y libertades", lo cual movilizó a los vascos y
navarros. Carlos María Isidro refrendaría el foralismo de sus bases sociales en
marzo de 1834, con el "Manifiesto a los aragoneses" y esta tendencia
foralista fue también la que allegó a las filas carlistas a los aragoneses y a
otros pueblos españoles. El Trilema carlista originario que había sido el de
"Dios, Patria y Rey" se convertía así en Cuatrilema: "Dios,
Patria, Fueros y Rey".
No obstante, la presión gubernamental, sus
superiores recursos, el auxilio que recibió de Inglaterra y Francia, condujo al
carlismo armado y sublevado al aislamiento territorial; confinado a esas zonas,
algunos mandos carlistas concibieron como panacea de su situación de bloqueo la
toma de Bilbao, en la creencia de que tomando la plaza, el carlismo podría
recibir mayores socorros exteriores, municionándose y abasteciéndose a través
del puerto bilbaíno; en la tercera guerra carlista volvería a reeditarse un
segundo y tremendo Sitio de Bilbao (que Unamuno recrearía magistralmente en su
novela "Paz en la guerra"). Esa figurada insularidad del carlismo
también empujó a algunos dirigentes carlistas a adentrarse en territorio
dominado por el gobierno cristino: así las cuatro expediciones de Basilio
García (1834, 1835, 1836 y 1837-1838), la de Guergué en 1835, la Expedición
Gómez (1836), la de Zariategui (1837), la Expedición Real (1837) y la de Negri
(1839).
En ese sentido la Expedición Gómez fue
paradigmática. Enviada a Galicia, recorriendo la cornisa cantábrica, con el
propósito de sublevar al norte, el andaluz General Miguel Sancho Gómez Damas
emprenderá una incursión que recorrerá, de norte a sur y de sur a norte, toda
España. Mucho después, en el exilio bordelés, Gómez escribirá estas palabras:
"Muy lisonjero es sin duda oír que se atribuye este fenómeno a mi
capacidad militar; pero no me ciega el amor propio hasta el punto de no conocer
que esta explicación es una nueva red tendida por el liberalismo. Quisiera ésta
dar una idea falsa de la verdadera conclusión de la historia de mi correría, la
cual debe parecer, en efecto, una novela o una especie de milagro para todos
los que intenten explicarla por las simples reglas de la estrategia. No, no es
mi habilidad, ni tampoco a la inacción ni a la ignorancia de los generales
enemigos, a quienes debe atribuirse la felicidad de mis marchas, sino
principalmente a aquella benevolencia oficiosa, que adivina las necesidades de
un amigo, y vuela para socorrerle...".
Y Gómez aclara, más abajo de este párrafo que
reproduzco, que los pueblos sometidos por el despotismo liberal se alzaban en
armas cuando tenían noticia de la proximidad de las tropas que él lideraba, lo
mejor de España hubiera secundado a la Causa, pero Gómez era consciente de que,
perseguido por tropas superiores y mejor pertrechadas que las suyas, no podía
detenerse ni hacerse fuerte en ningún sitio, por lo que recomendaba a esos
españoles que en los pueblos se querían adherir a él que reconsideraran su
intención y quedasen en la vivienda tranquila, para evitar que estas
poblaciones fuesen represaliadas por las tropas gubernamentales, pues, como él
mismo escribió: "...yo sabía muy bien que al cabo de algunas horas, el
enemigo hubiera correspondido a ellas con el incendio y la muerte". Lo que
da la idea de que, aunque en toda España el carlismo gozaba de simpatías,
enjambrar España con el sagrado fuego de la sublevación se mostró como "un
quiero y no puedo", debido al férreo control de los resortes gubernamentales
de la España oficial y, digámoslo también, con medidas drásticas e inhumanas de
represión liberal: baste recordar el fusilamiento de la madre de Ramón Cabrera.
Cae así el mito de que el carlismo fue un
fenómeno restringido a determinadas zonas septentrionales. Y esto no fue solo
cosa de la Primera Guerra Carlista, se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX.
La España que quedó bajo dominio liberal no se levantó en armas, pero el
carlismo se mantuvo en latencia. El testimonio del General Gómez es elocuente:
las ciudades tomadas por los carlistas, aunque fuera por unos días, no solo
contribuían por la fuerza de las armas al socorro de las tropas conquistadoras,
sino que gran parte del vecindario se creía liberada, muchos se incorporaban a las
mesnadas carlistas y otros se señalaban públicamente -a veces con graves
consecuencias posteriores, como las que cuenta aquel posadero cordobés a George
Borrow: "Cierto que mi hijo mayor era fraile, y cuando la supresión de los
conventos se refugió en las filas realistas, y en ellas ha estado peleando más
de tres años. ¿Podía yo evitarlo?” –le confesaba el posadero cordobés al
viajero inglés, y seguía diciéndole: “Tampoco tengo yo la culpa de que mi
segundo hijo se alistara con Gómez y los realistas cuando entraron en
Córdoba". En la España cristina abundaron las palizas, las revanchas y los
atentados contra las familias reputadas de carlistas, la confiscación de bienes:
este terror era impuesto por los más acérrimos liberales que estaban
encuadrados en la Milicia Nacional.
Aunque sofocado por el terror gubernamental en la
mayor parte del territorio nacional, el carlismo permaneció oculto en la España
isabelina. Y uno de los instrumentos más aptos que tuvo el carlismo fue su
periódico "La Esperanza" que, desde 1844 a 1874, era recibido en
hogares de toda España, del que se decía que: "En los pueblos se lee el
periódico en familia, y en las discusiones orales, La Esperanza decide de plano
la controversia: "Lo dice la Esperanza"." Esta cabecera carlista
de gran prestigio mantuvo unidos en comunión a los carlistas del interior y a
los del exterior que vivían en el exilio. Contaba con suscriptores en toda
España y en las ciudades extranjeras en que se habían asentado las colonias de
carlistas exiliados tras el Convenio de Vergara. Es muy recomendable, para
ello, el libro de Esperanza Carpizo Bergareche: "La Esperanza carlista
(1844-1874)".
La imagen de una España mayoritariamente
partidaria del constitucionalismo y amenazada por una minoría reaccionaria,
católica, inquisitorial, monárquico-absolutista, lastrada por un oscurantismo
primitivo, es una engañifa más de las que se han construido en nuestra
historiografía nacional y, con afán digno de mejor causa, en el decurso de la
transición democrática reciente. Podemos decir que más bien era todo lo
contrario: fue una minoría elitista y extranjerizada -la liberal- la que impuso
mediante su poder brutal la revolución burguesa en un país refractario a
novedades. La historia del liberalismo español que se ha oficializado se
muestra como una colosal patraña a la luz de las carnicerías perpetradas por
los generales liberales; recuérdese el inhumano fusilamiento de la madre de
Ramón Cabrera –vuelvo a repetir-, pero no se olvide tampoco la represión
ejecutada por Espoz y Mina (en 1823) de los pueblos catalanes de Castellfullit
de la Roca y Sant Llorenç de Morunys en Lérida, cuando el tirano liberal podía
escribir: "Orden general. La cuarta división del ejército de operaciones
del séptimo distrito militar borrará del gran mapa de las Españas al nombrado y
por índole faccioso y rebelde pueblo de San Llorens de Morunis (alias Piteus),
a cuyo fin será saqueado y entregado a las llamas".
EL
CARLISMO NO FUE UN FENÓMENO LIMITADO A UNAS ELITES TRADICIONALES (CLERO,
ARISTOCRACIA...), SINO QUE FUE UN FENÓMENO TRANSVERSAL SOCIOLÓGICAMENTE.
Otra de las engañifas que han prevalecido es la
que presenta el carlismo como reducto de las minorías poderosas, mientras que
sus adversarios eran -según se nos pinta- los representantes de las libertades
y del espíritu popular. Otra vez, el mito liberal se estrella contra los hechos
históricos, mostrando su fraudulencia intelectual. El carlismo más temprano
congregó, lo hemos dicho más arriba, a varias familias ideológicas. En ellas
había, en efecto, una gran presencia clerical como era de esperar en tanto que
el carlismo concentró a los sectores más tradicionales de la sociedad española.
Los "apostólicos" fueron los más entusiastas partidarios del
carlismo, pero también es cierto, como apunta Revuelta González, que
"Aunque en el carlismo militaban representantes de todas las clases
sociales, la colaboración de algunos sacerdotes y religiosos en el
levantamiento fue inmediatamente resaltada como un escándalo abominable. Una
campaña tan hábil como interesada extendió a través de la prensa en la opinión
pública la idea de que lo mismo era ser fraile que carlista".
Esta propaganda instigada por el gobierno
liberal, así como el pretexto de los esfuerzos de guerra contra los
"facciosos" carlistas, sirvió de excusa para asestar uno de los más
grandes golpes a la Iglesia católica española con la exclaustración de
religiosos y la Desamortización perpetrada por Álvarez Mendizábal, esta
desamortización, como las posteriores, trajo consigo el enriquecimiento de la
minoría burguesa y el consecuente deterioro de las condiciones económicas para
gran parte del pueblo español. La persecución implacable de los religiosos alzó
la cabeza temprano; en 1834 se cometió una tremenda matanza de frailes en
Madrid ante la condescendencia de las autoridades, algo que se repetiría un
siglo después con la II República Española: mientras los conventos eran
asaltados, los religiosos asesinados y se incendiaban los cenobios, las
autoridades liberales seguían pidiendo ciega obediencia y lealtad a los católicos.
Es comprensible que la Iglesia, hostigada como no lo había sido desde la ocupación
napoleónica, cerrara filas con el carlismo, como más tarde en el siglo XX se la
vio adherirse en su gran parte al franquismo.
Pero el carlismo no solo eran curas y frailes
exclaustrados: aquí ese icono que se repite hasta la saciedad del "cura
trabucaire" (el Cura Merino en la I Guerra Carlista o el Cura Santa Cruz
en la III Guerra Carlista). En el carlismo había una gran presencia de la
nobleza más linajuda y provinciana que permanecía apegada a las tradiciones
hispánicas, como había también militares profesionales que habían hecho su
carrera en la Guerra de la Independencia y en los sucesivos conflictos que se
habían suscitado en España: Zumalacárregui, Gómez Damas, etcétera.
Pero la extracción social de los carlistas no
quedaba reducida a los estamentos privilegiados en el Antiguo Régimen. En
Cataluña, en Vascongadas, en Navarra, en Valencia, en Castilla, en Galicia, en
Asturias, en Extremadura, en Andalucía… En toda España, el grueso de los
voluntarios carlistas eran hombres del llamado "estado llano". Aunque
eso sí, la mayoría de carlistas salió de la España profunda y rural. Por eso
Unamuno, poco sospechoso de carlista, pudo escribir en "Paz en la guerra"
que la guerra carlista fue "la querella entre la villa y el monte, la
lucha entre el labrador y el mercader", naciendo el carlismo "contra
la gavilla de cínicos e infames especuladores, mercaderes impúdicos, tiranuelos
del lugar, polizontes vendidos que, como sapos, se hinchaban en la inmunda
laguna de la expropiación de los bienes de la iglesia [contra] los mismos que
les prestaban dinero al 30 por ciento, los que les dejaron sin montes, sin
dehesas, sin hornos y hasta sin fraguas: los que se hicieron ricos y burócratas".
El fenómeno del carlismo fue más popular de lo que el español desinformado por
la historia oficialista puede imaginar.
Por si eso fuese poco, el incipiente proletariado
-incluso tras haberse alineado con la I Internacional- tampoco permaneció ajeno
al carlismo. Melchor Ferrer cuenta que: "Carlos VII recibió ciertas
proposiciones de un Comité Republicano Universal, que estaba formado en su
mayor parte por italianos y que radicaba en Londres". Faltó poco para que
la masa de obreros de la Internacional pasara con armas y bagajes a las filas
de Carlos VII en la III Guerra Carlista. Según Joaquín Bolós Saderra, Alsina
-uno de los fundadores de la Internacional en España- ofreció 6.000 obreros a
la Causa carlista. Alsina estaba a favor de sumarse con sus obreros a los
carlistas en la lucha por entronizar a Carlos VII, a condición de que el
pretendiente se comprometiera a proteger a la clase obrera. Carlos VII aceptó.
Por desgracia no pudo resolverse nada, cosa que Bolós atribuye a la acción de
la masonería: "las logias se enteraron de tales maniobras y las hiceron
fracasar".
Creo sinceramente, que el Carlismo y sobretodo el más férreo defensor del Tradicionalismo en este país, se equivocaron hace ya mucho tiempo de enemigo.
ResponderEliminarVieron fantasmas donde no había una amenaza realmente sólida.
Me refiero a que gastaron todo su odio, toda su energía, toda su sabiduría en combatir las ideas que venían del “socialismo del Este” y cuando despertaron en la nueva Europa del capital el mundo antiguo de su moral y su religiosidad fue desapareciendo a pasos agigantados.
Confundir el socialismo (o incluso el Marxismo-leninismo) con el ultraliberalismo globalizador “made in Hollywood” es peligroso para defender los orígenes, costumbres y tradiciones.
El enemigo estaba hace tiempo agazapado en “el Oeste” y en las modas y tendencias que transmitía a nuestros jóvenes.
No sé por qué, pero los Carlistas JORNALEROS del XIX que se echaron al monte ya intuían que sus raíces peligraban.
Los del XX no se enteraron de la misa a la media (y así les fue) antes, durante y después de la dictadura.
Mundo superficial Post-Moderno 1
Mundo antiguo y moral 0
Que pena.