ANTE "EL CARRO DE HENO" DE HIERONYMUS BOSCO
LA SABIDURÍA DE UN MAESTRO FLAMENCO
Por Manuel Fernández Espinosa
Las visiones pictóricas de Jerónimo Bosco: "disparates", las denomina -nada hace pensar que con malevolencia- el P. fray José de Sigüenza. El temprano comentarista de la obra del Bosco (Hieronymus van Aeken) no parece insinuar ningún desdén con esa calificación; más bien, sería una descripción.
Veamos "El carro de heno" -a decir verdad hay que verlo con lupa. Pero, más que verlo, mirémoslo. Su descripción técnica no importa para mi consideración; no soy un especialista en arte.
"El carro de heno" puede entenderse como una variante del tema medieval "La Nave de los Locos". Pero tratado bajo la singular genialidad del maestro flamenco: el pintor que se anticipa a las incursiones románticas y, posteriormente surrealistas, en el mundo onírico. Aquí, en vez de ser una barca de orates (como era el motivo medieval), nos encontramos con un carro de heno. Hay que ser del campo para saber lo que es una alpaca de heno; por desgracia, la vida moderna y urbana nos ha enajenado la familiaridad con esas cosas. Imaginamos la fragilidad de una alpaca de heno. Si esa alpaca de heno se convierte en un promontorio que va sobre un carro, podemos hacernos cargo del profundo sentido del cuadro. El Bosco ha cogido el heno pero, como bien nos desvela fray José de Sigüenza, la elección del pintor se inspira en las Sagradas Escrituras: "Toda carne es heno y toda su gloria como flor del campo" (Isaías).
El carro de heno va tirado por lo que parecieran monstruos de cabeza bestial y cuerpo humano: también podrían ser campesinos disfrazados con máscaras de animales. El carro está colmado de heno, sobre el montón de heno reposan unos personajes que, por encima de lo que sucede en el suelo, parecen gozar de una apacible vida: uno tañe un instrumento de cuerda. Parece una escena doméstica y, si no estuviera rodeada por el marco más estrafalario, podríamos imaginarla en la casa de cualquier pacífico burgués. A un lado de la hogareña escena, un ángel impetra la misericordia de Dios, mirando a un cielo que se abre para que aparezca Jesucristo. Al otro lado, un diablo sopla un instrumento de viento mirando a los que están a ras de suelo, bajo el carro.
Y es que, alrededor del carro, una fenomenal baraúnda de personajes (entre los que no faltan frailes) se sacuden de lo lindo, uno incluso se dispone a degollar a otro que tiene de bruces en el suelo. Parece que se pelean por subir al carro. Otros clavan sus forcas en el montón de heno sobre el que reposan aquellos músicos, indiferentes a la batalla campal que se está produciendo abajo, al pie de su alto podio. Siguen al carro, como en una procesión, altos personajes a lomos de sus caballerías: el Papa, el Emperador, el Rey... Bajo las ruedas, aquellos que no pueden escalar a la cima del montón de heno son arrollados con sus escaleras. De nada les sirvieron sus afanes.
¿Qué significa este "disparate fantasmagórico"? Lo primero que se me ocurre es que la felicidad, en este mundo, está montada sobre una quebradiza y efímera estructura de heno, de la que tiran las criaturas bestiales (los vicios y las desgracias). El diablo llama la atención sobre la inconstante paz de la que puede gozarse temporalmente en la cumbre del carro, desatando la competencia, la envidia y la ambición por gozar de ese estado que, pese a lo inestable, es propuesto como meta. La competencia por encaramarse al carro enfrenta a todos los ambiciosos contra sus congéneres, que al igual que ellos ansían ese espejismo.
Arriba del carro, los pocos que pueden gozar de la felicidad ignoran la movediza plataforma sobre la que disfrutan. Van inconscientes; en cualquier momento, todo aquello sobre lo cual reposan sus posaderas puede desintegrarse.
El Bosco nos pone ante nuestras narices la inconsistencia de todas las alegrías mundanas que se reputan como felicidad. En este mundo no puede haber felicidad. Hay que mirar al cielo, como hace el ángel que suplica, a buen seguro que implora al cielo rogando que los que, en su ceguera, pueden considerarse dichosos, puedan ver a tiempo el peligro; pareciera que pide perdón por la vituperable estupidez de la humanidad, esa muchedumbre que se asesina en tropel por alcanzar lo que no vale. Es una grandiosa visión de esta vida y de este mundo. Y uno no sabría decir dónde termina la sátira del Bosco, para ofrecernos el desolador cuadro de la vida de los "locos": todos los que nos agitamos en este mundo, sin mirar, como hace el ángel, al cielo.
Felipe II era un gran admirador de los cuadros del Bosco. No en vano, Su Católica Majestad fue llamado el Rey Prudente. Qué comunicaciones no harían, con su mágico poder pictórico, esos cuadros del Bosco sobre Felipe II... En esas horas de silencio y contemplación, Felipe II desentrañaría las profundas lecciones de un filósofo que no escribía, pero que sí que pintaba.
Y no eran disparates.