Por Manuel Fernández Espinosa
El ejercicio de la filosofía, a día de hoy, debiera atender a cumplir una tarea intelectual que considero urgente, que denomino “patentizar” y que califico “purificadora”. Urgente: pues cuanto antes la realicemos, antes serán mostrados en su inconsistencia (e incluso su malicia) los “mitos” que han ido configurando el imaginario de nuestra cultura actual: una cultura que algunos –ufanos o derrotistas- llaman “post-cristiana”. “Patentizar” (esto es, manifestar lo que permanece escondido, latente) y “purificar”. Pero, ¿qué es lo que hay que purificar aquí? El imaginario cultural erigido confusamente, tras la crítica moderna al cristianismo y al orden tradicional y propuesto (o impuesto) como sustitutivo del imaginario cristiano (que se hace cada vez más extraño incluso para el cristiano). Esa crítica moderna todavía se jacta de haber superado los siglos (según ellos oscuros) de la edad de la fe y la teología pero, a despecho de haberse proclamado “razón ilustrada”, capaz de emancipar a la humanidad, la “razón crítica” nos ha dejado a oscuras y encadenados a nuevos mitos que no resisten un examen. La modernidad ha cuestionado las seguridades antiguas, despojando a la humanidad de todo atisbo de trascendencia, y nos ha dado gato por liebre.
Por mucho que los demiurgos de esta sociedad actual hayan renegado de la tradición cristiana, en el imaginario social persisten –siquiera de modo latente- temas, inspiraciones, lugares, tipos, motivos que tienen su origen en el cristianismo: se ha producido, en todo caso, una secularización de esos temas, pero no se ha inventado nada nuevo: ni siquiera los errores son novedades. Y esos temas cristianos, previamente secularizados, son “mitos”: los mitos de la cultura actual.
Uno de los motivos muy presentes en la cultura actual es el del “hombre nuevo”.
Podemos remontar su origen a la doctrina paulina: “Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef. 4, 22, 24). San Pablo aquí exhorta a los cristianos a la conversión: por la nueva alianza, el hombre viejo (Adán) renace como “hombre nuevo” (en Cristo). En su sentido original: el “hombre nuevo” de la teología paulina reconoce la realidad del pecado y espera confiado en la misericordia de Dios que lo redimirá por el sacrificio de Dios Hijo en la cruz.
Con el avance de la crítica, que corre parejo a la descristianización, el tema cristiano del “hombre nuevo” viene a secularizarse, desprendiéndose de su carácter teológico y místico. Una razón de esa transformación del “hombre nuevo” cristiano en mito secularizado la podemos encontrar, entre otras razones, en lo que señaló nuestro Juan Donoso Cortés: los modernos no creen que exista algo que se llame pecado. Por lo tanto, el “hombre nuevo” no tiene que renunciar a la conducta pecaminosa (que no reconoce como tal); de lo que el “hombre viejo” tiene que prescindir, según la versión moderna, es de la tradición, que supone un lastre que le impide convertirse en “hombre nuevo”: en el “hombre nuevo” del mito moderno que, en cada caso concreto (según los autores, las escuelas, los sistemas…), será configurado con unas características desiderables acordes con la tendencia que se marque.
El mito del “hombre nuevo” llegó, en un momento determinado (por influencia del darwinismo convergente), a entenderse como resultado inexcusable de la evolución del “homo sapiens”. Si se admite, desde Darwin, un largo camino evolutivo que nos ha traído al “homo sapiens”, habrá que admitir que hemos estar dispuestos a suponer que, una de dos: o la especie evolucionará en el futuro… o se verá extinguida en el porvenir).
Es de este modo como el “hombre nuevo” empezó a configurarse como una “superhumanidad” a la que se encaminaba el hombre civilizado, económico y científico, que venía de estadios inferiores. El “hombre nuevo” se considera ahora como un término futurible de la evolución que está por llegar, más tarde o más temprano, pero que será inexorable en su advenimiento. Y según los más halagüeños pronósticos de los intelectuales decimonónicos, podía vaticinarse que estaba pronto a llegar y que, incluso merced a los avances científicos y técnicos, podría incluso acelerarse el advenimiento del “hombre nuevo”, del “superhombre”.
El nihilista dostoyevskiano de “Los endemoniados”, Kirillov, pudo decir: “Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo. El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo Dios.” (la novela de Dostoyevski es del año 1870). Y similares palabras resonarán más tarde en el “Así habló Zaratustra” (1883-1884), cuando Nietzsche anuncia en pleno paroxismo dionisíaco que: “El hombre es una cuerda tendida entre el mono y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo”. El “Übermensch” (superhombre) de Nietzsche es el “hombre nuevo” cuya estrella alumbrará tras la “muerte de Dios” que proclama la filosofía nietzscheísta. A Nietzsche se le debe que el término “superhombre” haya cosechado una influencia en la cultura occidental, pero por característico que sea del pensamiento nietzscheano, el término “superhombre” no es exclusivo de Nietzsche, sino que cuenta con una dilatada tradición que incluso la pudiéramos ir a rastrear a la antigua cultura griega. Antes o después de la formulación de Nietzsche, cada autor insinuará diversos contenidos semánticos cuando emplea el vocablo. Nietzsche tampoco ayudó demasiado a concretar mucho del “superhombre” cuando, en la efervescencia visionaria de su Zaratustra, llame “rayo” al “superhombre”. Nietzsche no deja precisados los rasgos y detalles del superhombre, sino que pudiéramos decir que se limita a siluetearlo.
En cambio, otros autores perfilarán el significado de “superhombre”. Es el caso del filósofo ruso Boris Muraviev (1890-1966). Muraviev estuvo bajo la influencia del llamado “maestro de las danzas”, el gurú armenio George Gurdjieff y, por lo tanto, no es extraño que Muraviev aborde el asunto del “hombre nuevo”/”superhombre” desde parámetros esotéricos y gnósticos explicitados (digamos que el tema del “hombre nuevo” ha sido siempre uno de los preferidos por las escuelas ocultistas que, a la postre, siempre han prometido un “hombre nuevo”: renacido por las doctrinas secretas y, a la postre, endiosado). Muraviev reserva el vocablo de “superhombre” para aquellos componentes de la futura “nueva elite” que el ruso reclama y que, según su creencia, habrá desarrollado facultades latentes que ahora permanecen en estado embrionario en el “hombre viejo” del presente: “La Nueva Era, que es inminente por el progreso y por la técnica –afirma Muraviev-, se preanuncia muy distinta al período actual tanto como éste lo es del Medioevo”. Entre las facultades latentes que serán desarrolladas por los “nuevos hombres” hay que contar con ciertos poderes psíquicos; mágicos podría decir alguno. Muraviev fue Jefe de Gabinete de Alexander Kérenski, pero con el asalto al poder de Lenin y sus bolcheviques, Muraviev se vio forzado al exilio. Sin embargo, la idea del “hombre nuevo” era algo que algunos bolcheviques compartían con Muraviev, aunque enfatizando rasgos distintos. Durante la larga y trágica época soviética, el mito del “hombre nuevo” gozó de un formidable prestigio en la sociedad comunista rusa, formando parte del imaginario soviético. Los artistas literarios y plásticos del régimen totalitario, impulsados por un imperativo didáctico y propagandístico cuya destinataria era la multitud, forjaron el mito del “hombre soviético”, un hombre firme, duro como el acero, todo voluntad y disciplina, abnegado en la lucha de clases, individuo anti-individualista, partícipe de la misión mesiánica del proletariado, modelo de camarada (no es una casualidad que “Stalin” signifique “hombre de acero”). El personaje literario que mejor encarnó este prototipo de “hombre nuevo” (en versión soviética) sería el comandante Levinson, de la novela “Razgrom” (La derrota, año 1927) del escritor soviético Alexander Alexándrovich Fadéyev (1901-1956).
Nos hemos asomado, siquiera someramente, a uno de los mitos de la modernidad que todavía aún ejerce, aunque de modo latente, su prestigio. Ciertas minorías poderosas recurren a este mito del “hombre nuevo” como ingrediente de sus ideologías programáticas, como una meta que se propone a la humanidad en un mundo sin Dios. El mito está presente en la cultura occidental: incluso en la cultura soviética que, durante muchas décadas, configuró su propio imaginario cultural y se mantuvo recelosa para con el Oeste de economía capitalista, el “nuevo hombre” estuvo vigente, adaptado a la cosmovisión marxista.
Hemos contribuido con los renglones de más arriba a presentar la cuestión, pero en modo alguno la hemos agotado. Sin embargo, no podríamos finalizar este artículo que hemos escrito con mucho gusto para GINKGO BILOBA sin decir que, lejos de ser una rareza, un asunto exclusivo propio de eruditos e historiadores, el mito latente del “hombre nuevo” se halla, así lo ha señalado el profesor Dalmacio Negro Pavón, tras el modelo de “ciudadano” que pretenden troquelar los programas de “Educación para la ciudadanía” y, más allá de los ambiciosos programas de la ingeniería social, el “hombre nuevo” también ha sido profusamente desarrollado desde un género literario muy sospechoso: el de la ciencia ficción. Autores como Isaac Asimov y otros pusieron al “hombre nuevo” como meta del progreso tecnológico, como híbrido biotecnológico que corrigiera las deficiencias e imperfecciones de la naturaleza humana.
El mito del “hombre nuevo” (el superhombre que niega a Dios y que pretende “ser como Dios”) está muy presente, siquiera tácitamente, en el imaginario de nuestra cultura. Nuestra intención ha sido patentizarlo.
El ejercicio de la filosofía, a día de hoy, debiera atender a cumplir una tarea intelectual que considero urgente, que denomino “patentizar” y que califico “purificadora”. Urgente: pues cuanto antes la realicemos, antes serán mostrados en su inconsistencia (e incluso su malicia) los “mitos” que han ido configurando el imaginario de nuestra cultura actual: una cultura que algunos –ufanos o derrotistas- llaman “post-cristiana”. “Patentizar” (esto es, manifestar lo que permanece escondido, latente) y “purificar”. Pero, ¿qué es lo que hay que purificar aquí? El imaginario cultural erigido confusamente, tras la crítica moderna al cristianismo y al orden tradicional y propuesto (o impuesto) como sustitutivo del imaginario cristiano (que se hace cada vez más extraño incluso para el cristiano). Esa crítica moderna todavía se jacta de haber superado los siglos (según ellos oscuros) de la edad de la fe y la teología pero, a despecho de haberse proclamado “razón ilustrada”, capaz de emancipar a la humanidad, la “razón crítica” nos ha dejado a oscuras y encadenados a nuevos mitos que no resisten un examen. La modernidad ha cuestionado las seguridades antiguas, despojando a la humanidad de todo atisbo de trascendencia, y nos ha dado gato por liebre.
Por mucho que los demiurgos de esta sociedad actual hayan renegado de la tradición cristiana, en el imaginario social persisten –siquiera de modo latente- temas, inspiraciones, lugares, tipos, motivos que tienen su origen en el cristianismo: se ha producido, en todo caso, una secularización de esos temas, pero no se ha inventado nada nuevo: ni siquiera los errores son novedades. Y esos temas cristianos, previamente secularizados, son “mitos”: los mitos de la cultura actual.
Uno de los motivos muy presentes en la cultura actual es el del “hombre nuevo”.
Podemos remontar su origen a la doctrina paulina: “Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por la corrupción del error; renovaos en vuestro espíritu y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas” (Ef. 4, 22, 24). San Pablo aquí exhorta a los cristianos a la conversión: por la nueva alianza, el hombre viejo (Adán) renace como “hombre nuevo” (en Cristo). En su sentido original: el “hombre nuevo” de la teología paulina reconoce la realidad del pecado y espera confiado en la misericordia de Dios que lo redimirá por el sacrificio de Dios Hijo en la cruz.
Con el avance de la crítica, que corre parejo a la descristianización, el tema cristiano del “hombre nuevo” viene a secularizarse, desprendiéndose de su carácter teológico y místico. Una razón de esa transformación del “hombre nuevo” cristiano en mito secularizado la podemos encontrar, entre otras razones, en lo que señaló nuestro Juan Donoso Cortés: los modernos no creen que exista algo que se llame pecado. Por lo tanto, el “hombre nuevo” no tiene que renunciar a la conducta pecaminosa (que no reconoce como tal); de lo que el “hombre viejo” tiene que prescindir, según la versión moderna, es de la tradición, que supone un lastre que le impide convertirse en “hombre nuevo”: en el “hombre nuevo” del mito moderno que, en cada caso concreto (según los autores, las escuelas, los sistemas…), será configurado con unas características desiderables acordes con la tendencia que se marque.
El mito del “hombre nuevo” llegó, en un momento determinado (por influencia del darwinismo convergente), a entenderse como resultado inexcusable de la evolución del “homo sapiens”. Si se admite, desde Darwin, un largo camino evolutivo que nos ha traído al “homo sapiens”, habrá que admitir que hemos estar dispuestos a suponer que, una de dos: o la especie evolucionará en el futuro… o se verá extinguida en el porvenir).
Es de este modo como el “hombre nuevo” empezó a configurarse como una “superhumanidad” a la que se encaminaba el hombre civilizado, económico y científico, que venía de estadios inferiores. El “hombre nuevo” se considera ahora como un término futurible de la evolución que está por llegar, más tarde o más temprano, pero que será inexorable en su advenimiento. Y según los más halagüeños pronósticos de los intelectuales decimonónicos, podía vaticinarse que estaba pronto a llegar y que, incluso merced a los avances científicos y técnicos, podría incluso acelerarse el advenimiento del “hombre nuevo”, del “superhombre”.
El nihilista dostoyevskiano de “Los endemoniados”, Kirillov, pudo decir: “Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo. El que conquiste el dolor y el terror será por ello mismo Dios.” (la novela de Dostoyevski es del año 1870). Y similares palabras resonarán más tarde en el “Así habló Zaratustra” (1883-1884), cuando Nietzsche anuncia en pleno paroxismo dionisíaco que: “El hombre es una cuerda tendida entre el mono y el superhombre, -una cuerda sobre un abismo”. El “Übermensch” (superhombre) de Nietzsche es el “hombre nuevo” cuya estrella alumbrará tras la “muerte de Dios” que proclama la filosofía nietzscheísta. A Nietzsche se le debe que el término “superhombre” haya cosechado una influencia en la cultura occidental, pero por característico que sea del pensamiento nietzscheano, el término “superhombre” no es exclusivo de Nietzsche, sino que cuenta con una dilatada tradición que incluso la pudiéramos ir a rastrear a la antigua cultura griega. Antes o después de la formulación de Nietzsche, cada autor insinuará diversos contenidos semánticos cuando emplea el vocablo. Nietzsche tampoco ayudó demasiado a concretar mucho del “superhombre” cuando, en la efervescencia visionaria de su Zaratustra, llame “rayo” al “superhombre”. Nietzsche no deja precisados los rasgos y detalles del superhombre, sino que pudiéramos decir que se limita a siluetearlo.
En cambio, otros autores perfilarán el significado de “superhombre”. Es el caso del filósofo ruso Boris Muraviev (1890-1966). Muraviev estuvo bajo la influencia del llamado “maestro de las danzas”, el gurú armenio George Gurdjieff y, por lo tanto, no es extraño que Muraviev aborde el asunto del “hombre nuevo”/”superhombre” desde parámetros esotéricos y gnósticos explicitados (digamos que el tema del “hombre nuevo” ha sido siempre uno de los preferidos por las escuelas ocultistas que, a la postre, siempre han prometido un “hombre nuevo”: renacido por las doctrinas secretas y, a la postre, endiosado). Muraviev reserva el vocablo de “superhombre” para aquellos componentes de la futura “nueva elite” que el ruso reclama y que, según su creencia, habrá desarrollado facultades latentes que ahora permanecen en estado embrionario en el “hombre viejo” del presente: “La Nueva Era, que es inminente por el progreso y por la técnica –afirma Muraviev-, se preanuncia muy distinta al período actual tanto como éste lo es del Medioevo”. Entre las facultades latentes que serán desarrolladas por los “nuevos hombres” hay que contar con ciertos poderes psíquicos; mágicos podría decir alguno. Muraviev fue Jefe de Gabinete de Alexander Kérenski, pero con el asalto al poder de Lenin y sus bolcheviques, Muraviev se vio forzado al exilio. Sin embargo, la idea del “hombre nuevo” era algo que algunos bolcheviques compartían con Muraviev, aunque enfatizando rasgos distintos. Durante la larga y trágica época soviética, el mito del “hombre nuevo” gozó de un formidable prestigio en la sociedad comunista rusa, formando parte del imaginario soviético. Los artistas literarios y plásticos del régimen totalitario, impulsados por un imperativo didáctico y propagandístico cuya destinataria era la multitud, forjaron el mito del “hombre soviético”, un hombre firme, duro como el acero, todo voluntad y disciplina, abnegado en la lucha de clases, individuo anti-individualista, partícipe de la misión mesiánica del proletariado, modelo de camarada (no es una casualidad que “Stalin” signifique “hombre de acero”). El personaje literario que mejor encarnó este prototipo de “hombre nuevo” (en versión soviética) sería el comandante Levinson, de la novela “Razgrom” (La derrota, año 1927) del escritor soviético Alexander Alexándrovich Fadéyev (1901-1956).
Nos hemos asomado, siquiera someramente, a uno de los mitos de la modernidad que todavía aún ejerce, aunque de modo latente, su prestigio. Ciertas minorías poderosas recurren a este mito del “hombre nuevo” como ingrediente de sus ideologías programáticas, como una meta que se propone a la humanidad en un mundo sin Dios. El mito está presente en la cultura occidental: incluso en la cultura soviética que, durante muchas décadas, configuró su propio imaginario cultural y se mantuvo recelosa para con el Oeste de economía capitalista, el “nuevo hombre” estuvo vigente, adaptado a la cosmovisión marxista.
Hemos contribuido con los renglones de más arriba a presentar la cuestión, pero en modo alguno la hemos agotado. Sin embargo, no podríamos finalizar este artículo que hemos escrito con mucho gusto para GINKGO BILOBA sin decir que, lejos de ser una rareza, un asunto exclusivo propio de eruditos e historiadores, el mito latente del “hombre nuevo” se halla, así lo ha señalado el profesor Dalmacio Negro Pavón, tras el modelo de “ciudadano” que pretenden troquelar los programas de “Educación para la ciudadanía” y, más allá de los ambiciosos programas de la ingeniería social, el “hombre nuevo” también ha sido profusamente desarrollado desde un género literario muy sospechoso: el de la ciencia ficción. Autores como Isaac Asimov y otros pusieron al “hombre nuevo” como meta del progreso tecnológico, como híbrido biotecnológico que corrigiera las deficiencias e imperfecciones de la naturaleza humana.
El mito del “hombre nuevo” (el superhombre que niega a Dios y que pretende “ser como Dios”) está muy presente, siquiera tácitamente, en el imaginario de nuestra cultura. Nuestra intención ha sido patentizarlo.